*(Instituto de Investigaciones en Materiales Universidad Nacional Autónoma de México)
|
…as a bird beating its wings over water |
---|
De octubre a enero de 2010 viví en la residencia para artistas Sanskriti Kendra en las afueras de Nueva Delhi. Desayunaba con mis compañeros, pintores y escritores, en una terraza que dominaba los jardines. Un día, sin más, llegaron.
Venían del sur, eran oscuros, iban vestidos con ropa gris en la que brillaba la plata, el rosa de los turbantes y el negro de los ojos vivos.
El idioma, que me pareció extraño por agudo y ruidoso, rasgó la paz de Sanskriti Kendra.
Los loros, los pavos reales y también los cuervos, indignados, huyeron de ellos y de su molote de lodo.
Se pusieron esa misma mañana a amasar la arcilla, una y dos y tres veces, hasta que se volvió más untuosa que la miel. Las únicas herramientas eran las manos de Tangayya que la distribuían en pequeños puñados a los más jóvenes, Kumyryseam y Thyntawuthepana.
Con paciencia, los tres, según un ritual que se remonta a las eras más lejanas, formaron gusanos, y luego ruedas como serpientes que se muerden la cola. Al colocar círculo sobre círculo formaron una torre cuyos bordes aplanaron y apareció un cilindro, era una pierna y luego, a partir de óvalos, vinieron una cabeza y un cuerpo.
Yo solía visitarlos a diario, después del té de la mañana. Tangayya me dijo en su inglés pobre y exuberante que habían venido de Tamil Nadu “para construir” varios caballos de barro, de uno a seis metros de alto.
Primero, mezcló la arcilla húmeda con paja y arena hasta conseguir la consistencia adecuada, no muy blanda, no muy dura. “This is the matter”, dijo, a medida que enrollaba los gusanos de barro alrededor de un trozo de madera para que las cuatro piernas quedasen iguales.
En cambio, formó el cuerpo gradualmente, sin apoyos, a partir de pequeños chorizos y de trozos aplanados, echándoles agua, y manteniendo la masa en su lugar hasta que casi se secara. A menudo oía yo las palmadas de las manos contra la tierra húmeda, y la explosión de las risotadas por algún chiste ambiguo, supongo…
Los caballos son huecos y sólo se modela el caparazón de barro.
Cuando una de las paredes de arcilla se seca a medias, se le añade con cuidado otro trocito de barro, se humedece todo, y, poco a poco, se deja secar otra vez, y otro trozo, y se humedece, y se seca, pasito a pasito, en un ritmo sin fin.
Las campanas, las riendas y los bocados, las guirnaldas o los kirthimukha (caras grotescas) se modelan por separado y se le pegan al caballo, con lodo, con agua, con más lodo, y más agua y se deja secar…
En paralelo, cuando tuvieron tiempo, modelaron y asolearon pequeñas figuras de guerreros, o de Ganesh, o de Nandi. Cuando las cabezas de los caballos quedaron esbozadas, hubo que esculpirlas con un cuchillo o, mejor, con la uña del pulgar.
Las cejas se delinearon y los dientes se separaron. Tangayya siempre supervisó la elaboración de los ojos, ojos muy abiertos, ojos, si no de caballo loco, sí de caballo furioso.
La tradición cuenta que estos caballos son vigilantes. Se le ofrecen al dios Allanar, sobre todo en los distritos de Salem y de Pudukottai.
En medio del campo puede uno toparse con el dios rodeado de soldados y de generales, tantos como el primer emperador de China Qin Shi Huang. Se asegura que los caballos, montados por fieros guerreros, luchan contra el mal y defienden los pueblos.
A Aiyanar se le reconoce con facilidad por los enormes dientes, por el bigote ondulado y por los ojos saltones. Las arrugas de la frente delatan su disgusto.
Diez días después, Tangayya me invitó al horneado. Había yo visto a todo su equipo acarrear ladrillos y construir un pequeño recinto que habían atiborrado con las piezas que se habían secado al sol.
El horno estaba a reventar y su interior era como el final de una noche de fiesta desenfrenada, una pierna cerca de una cabeza que a su vez reposaba sobre manos y cuerpos ajenos. Lo encendieron y, mientras las insaciables llamas devoraban montones de leña, las chispas reventaban la negrura de la noche de un día tan propicio, de una fecha que se escogió con especial cuidado. Sin duda, los pecados de los animales de barro eran tantos que tuvieron que arder horas.
Pero el trabajo, como el de Vulcano, fue duro a pesar de los refrescos y de los cacahuates que devorábamos echando las cáscaras a la hoguera. Los mirones no faltaron, fuimos nosotros los que poníamos un ojo en un boquete, desde ahí contemplábamos cómo crujían las piezas en un infierno rojo. Hay hechuras que no soportan semejante castigo y se agrietan, pero luego Tangayya, siempre generoso, las arregla.
Las esculturas ya estaban listas y se podían pintar. Junto al horno destruido, algunas se redimieron, perdieron el rubor color ladrillo y adquirieron las virtudes del blanco virginal, otras se colorearon como se hace en la zona de Tamil Nadu.
Se dice que una cara roja significa enojo pero, no tan predecible, un cuello azul implica calma. Me enteré además de que, según el tema, la deidad o el estilo, algunas figuras no se pintan y permanecen entintadas con el rojo de la tierra cocida.
Además de los caballos, elefantes y vacas multicolores se incorporaron a tan alegre ejército. Viajaron para proteger a los parisinos y ahora están expuestos a la entrada del Museo del Quai Branly, muy cerca de la torre Eiffel.
Carceleros con cajas gigantescas vinieron, envolvieron los caballos de barro, las vacas, los elefantes, los guerreros y los dioses en polímeros sintéticos y se los llevaron. Espero que los sacrificados dioses y sus animales espléndidos no se hayan ahogado, están tan acostumbrados al aire libre de Tamil Nadu…
Espero que no se hayan roto, están tan habituados a las manos vigorosas de los alfareros. Espero que encuentren su camino y que combatan el mal aún en tan extraño país. Y aquí, aquí se queda el espíritu,
poised in flight
like a bird beating its wings over water...
Creo que el mismo día de la invasión de los alfareros, una mujer, no muy joven, con una niña de unos quince años y un par de ayudantes, se apoderó, en silencio, del taller que se encuentra al fondo de la residencia Sanskriti Kendra.
Es un pasillo ancho cubierto por una placa de plástico verde y atiborrado de trastos viejos e inútiles. Empezaron cubriendo unos paneles enormes, de unos tres o cuatro metros de lado, con una capa delgada de barro gris mezclado con estiércol.
Trabajaban rápido, sin ruidos y sin palabras y, desde luego, sin la música que acompaña la vida en la India.
Cuando fui a verlas con la cámara de fotografiar colgando del cuello, la mujer se cubrió la cara con un sari azul pálido, y no sonrió. Día tras día, me gané su confianza y aunque no me hablaba, entendí que su trabajo es único y que ella lo sabía, de allí su frialdad.
No sé cómo me vine a enterar de que, a la hermana mayor de la niña, la mujer la estaba enseñando pero se casó. Así que la pequeña tuvo que tomar su lugar y es ella la que, ahora, sigue los pasos de la vieja.
Para obtener el alto relieve típico de estas obras, se utilizan trozos de cuerda o hilos que procuran el volumen necesario sobre el que solidificará la arcilla. Aquí también, enlodando, secando, aguando, esculpiendo, aguando, secando, enlodando con ritmo, el trabajo progresó bajo la sombra verde de un techo ondulado.
Para modelar las figuras sólo usaban el índice y el pulgar, apenas acariciando el barro dócil que después dejaron secar a la luz del sol. Un mundo de fantasmas grisáceos quedó listo para incorporarse a la vida con los tintes de la Naturaleza, amarillo, rojo, verde o azul que son los colores de Sarguja, un pueblo de Chhatisgarh.
En este caso, nada de horno, con el calor del día bastó. Sundari Bai, la mujer mayor, pintó las figuras más difíciles, aunque antes los ayudantes habían embadurnado todo de blanco. Lógicamente, la niña-aprendiz pintó el tren.
Se trata de un arte íntimo, hecho para las casas, no para los dioses. Se restringe a la fabricación de biombos, de cómodas o de ventanas, es un mundo femenino hecho de color y de belleza. No es votivo, es para decorar.
Los asistentes de este pequeño matriarcado eran tan serios como Sundari Bari pero adiviné en su mirada el deseo de que los fotografiara. Su principal encomienda era la de clavar trozos de madera en ángulo recto o de curvar varitas para los bastidores de los biombos.
Los ángulos y los círculos perfectos perdieron su geométrica exactitud y se convirtieron en vocales al cubrirlos de barro. Un día, sólo un día, y no sé por qué, oí un susurro: “buenos días”. ¿Quién fue? Quizá un pavo real… el pintado.
En unas cuantas semanas el pasillo quedó salpicado de colores parlanchines. Biombos con Krishna sentado en un barandal, juguetes y pájaros surgieron en un silencio monacal. Llegaron entonces unas grandes cajas del norte, que se llenaron con las cómodas, las figuras y las mamparas, ahogadas en espuma sintética, y se fueron a Paris.
La niebla que trajeron se quedó en Nueva Delhi. Y otra vez:
“A dual existence between matter
and spirit, poised in flight
like a bird beating its wings over water
against the sun´s rays...”
Por Pedro Bosch Giral*
NOTAS:
- Escribí este texto durante una estancia sabática en la residencia de artistas Sanskriti Kendra por sugerencia del señor O.P.Jain a quién agradezco su hospitalidad y su generosidad.
- Publiqué una versión en inglés inspirada por este texto en colaboración con mis amigas poetas Maya Khosla y Jenny Lewis en: http://molossus.wordpress.com/2010/02/17/%E2%80%A6like-a-bird-beating-its-wings-over-water-sanskriti%E2%80%99s-ayyanar-sculpture-project
*(Instituto de Investigaciones en Materiales Universidad Nacional Autónoma de México)
Suscríbete gratis a nuestros nuevos contenidos