Quedaban pocos minutos para que se alzara el telón. Apenas un instante antes, las puertas del teatro se habían abierto al público, que ahora iba ocupando sus butacas con cierto desorden, con premura y expectación. El ajetreo que acontecía en todos los extremos y en todos los rincones de la platea y de la tribuna ocultaba el inquieto rumor que se sucedía entre bambalinas. Los actores iban de un lado a otro, vestidos ya para la escenificación de la obra; los tramoyistas ultimaban la maquinaria para que de forma eficaz se fueran desarrollando los sucesivos escenarios que decoraban cada uno de los tres actos en que se dividía la obra; algunos actores ejercitaban sus gargantas para hacer clara su inminente declamación. Todo ello podría componer un cuadro tan digno como el de cualquier representación teatral. Así lo pensaba el autor y actor principal de la obra de teatro que, entre los cortinajes que separaban el escenario del público, observaba con atención la secuencia desarrollada ante su mirada, encajada bajo el ceño fruncido.
Dos minutos antes de la hora prevista para el comienzo de la representación, el teatro no llegaba a presentar un lleno absoluto, pero ofrecía un inmejorable y halagador aspecto; suficiente para motivar a todos: a los actores y, sobre todo, al productor de la obra y dueño del teatro, cuya sonrisa perenne era pura elocuencia.
“Buena taquilla, sí señor”, le espetó en ese momento al autor y actor principal. “Buena taquilla. Si llenamos así durante una semana, renovamos”.
Pero el autor y actor principal sabía que una cosa era el día del estreno y, otra muy distinta, el resto de representaciones. En los más de cuarenta años que llevaba en el oficio, lo había visto todo. Nunca hasta entonces había logrado llegar hasta la gran ciudad y representar una obra teatral firmada por él. Nunca, hasta ése día, había logrado tener sentados en la segunda y la tercera fila a los críticos que más daño y más favores habían hecho, y hacían, a la profesión. El autor y actor principal no era capaz de acertar a saber si lo había logrado por la pequeña campaña publicitaria que había emprendido o por que, a veces, el azar también se convertía en suerte. La cuestión es que allí estaba: tres cuartos de entrada y la promesa de continuar representando su obra una semana más, si todo marchaba bien. Y si todo marchaba bien, otra semana más. Así hasta que, como siempre, “todo” dejara de marchar “bien”. Entonces, habría que buscar una nueva ciudad, o una nueva obra, o un nuevo productor que confiara en ese azar que casi nunca cree se pueda convertir en suerte.
Solamente el autor y actor principal sabía que, según sus previsiones, su obra sólo se iba a representar una vez, al menos con él como protagonista. Y no porque fuese una mala obra teatral, al contrario. Que la obra fuese buena o mala, que tuviera o no aceptación, era algo secundario. Lo importante, lo verdaderamente trascendental era lo que iba a suceder en el escenario, justo al finalizar el tercer acto, cuando fuera a concluir la acción de la obra.
Sólo el autor y actor principal sabía que esa sería la única actuación, nadie en la compañía sospechaba lo más mínimo...
Después de más de cuarenta años sobre el escenario
como actor y unos veinte como autor, nunca antes
había logrado aglutinar tantas expectativas ante una de
sus representaciones.
Pero, por fin, desde su posición
de privilegio entre la realidad y la ficción, entre el
escenario de la vida y el escenario teatral, teniendo al
alcance de la mirada las caras del público que esperaba
el comienzo de la representación, pensó que parecía
haberlo logrado, que rozaba con la punta de la
imaginación la suave y deslumbrante sensación del éxito. Y durante unos segundos, tuvo la tentación de
cambiar los planes, variar el final de la obra. Aún
estaba a tiempo.
Quedaba apenas un minuto para que
las luces principales del teatro se apagaran, sonara la
música ambiental, el telón se descorriera y comenzara a
desarrollarse la acción sobre el escenario. Pensó que
podía estar cometiendo un error, que había exagerado
sobremanera y que debía dar marcha atrás a su
propósito. Ese pensamiento duró un instante fugaz. La
realidad le dio un bocado, justo cuando reparó en la
cara de uno de los críticos que, en ese momento,
ocupaba su butaca. Le reconoció al momento.
Recordó
todo lo que había dicho de él –de su persona– y de la obra que había escrito después de la primera y última
de sus representaciones sobre ese libreto. Un año atrás,
con inmisericordia, tachó la puesta en escena de burda,
arremetió contra la mala interpretación de los actores y
calificó de innoble y escaso de calidad artística el
contenido del texto que los actores se limitaban a
vocear, sin interpretar. No dejó títere con cabeza.
La
opinión del crítico, como la del público, no hace daño
si proviene de la imparcialidad, pero como todo el
mundo sabe, la imparcialidad no es una cualidad
humana. Y, para un artista, no hay nadie más humano
que un crítico, salvo el público.
Ahora, el censor, convertido en juez y examinador,
volvía a ocupar un asiento de privilegio para después
emitir un juicio de valor que acabaría escrito en letras
impresas sobre un papel de periódico.
El autor y actor principal sonrió. “¿Qué dirás cuando
acabe la función?”, le preguntó con el pensamiento.
“No te imaginas lo que va a suceder”, se dijo.
A estas alturas de la vida, el autor y actor principal
estaba cansado. Ya ni siquiera le servía ni consolaba el
hecho de considerar que había logrado reunir, a su
juicio, a un buen cuadro de actores cómicos.
A pesar de todo, y sobre todo, estaba agotado. La
debilidad le había alcanzado. El agotamiento mental se
imponía sobre el cansancio físico de la edad.
Pensaba
que hiciese lo que hiciese parecía carecer de
importancia para el mundo. Habían sido muchos lustros
recorriendo los caminos, yendo de pueblo en pueblo,
escenificando incluso a los clásicos para un público tan
pocas veces entregado. Tenía la sensación de recorrer siempre el mismo camino. Esta vez iba a romper esa
ida y vuelta de constante retorno. Estaba decidido y lo
iba a hacer. Era su momento.
La puesta en escena de la obra, titulada “La Escena del
Crimen”, se había visto animada por la expectación
generada con el subtítulo que acompañaba al título de
la función. “No cuente el final”. El libreto escondía un
pequeño secreto que se descubría justo al finalizar la
representación. Ese pequeño secreto, conocido sólo por
los actores y el productor teatral, se divulgó por los
medios de comunicación con bastante facilidad.
Realmente, dicha sorpresa no solo consistía en lo que
los actores y el productor conocían. El autor y actor
principal reservaba una gran sorpresa final, que sólo él
conocía y que guardaba para sí.
Por fin, las luces se apagaron y comenzó a sonar la
música. El autor y actor principal, que iba haciendo
acto de presencia a intervalos en los tres actos,
permanecía entre bastidores. Estaba visiblemente
nervioso. La tensión del momento iba más allá de lo
que suponía la común excitación provocada por el
estreno de una de sus obras. Sabía que cuando todo
acabara, cuando el último acto llegara a su fin, cuando
las últimas palabras resonaran sobre el escenario,
realmente todo habría acabado. Lo que había previsto
el autor y actor principal para concluir la obra era que,
de entre el público, uno de los actores, comenzara a
declamar un breve discurso, interpretando el papel de crítico. Cuando todos los espectadores tuvieran
conciencia de que un actor estaba infiltrado entre ellos
y que formaba parte del espectáculo, ése actor recitaría
todos los desprecios que durante tanto tiempo habían
sacudido a la compañía. Quizás solo los críticos
presentes supieran a ciencia cierta que esas palabras, un
día, las habían escrito ellos mismos. Tras todos esos
reproches, como colofón, el actor infiltrado entre el
público, esgrimiría una pistola y dispararía contra el
autor. Pero dispararía una bala auténtica, no de fogueo,
como todos creían.
Mientras se desarrollaba el primer acto, el actor
principal y autor de la obra no hizo otra cosa que
observar al público. Contempló con estupor sus
reacciones, pues era patente que la obra estaba
gustando. Todos los golpes de humor que había ideado
encajaban perfectamente con las carcajadas de los
espectadores.
Cuando concluía el segundo acto, el autor y actor principal, que continuaba en ese mismo punto
intermedio entre el público y el escenario, tuvo el
segundo acceso de duda. No salía de su asombro. Tanto
el público como los críticos parecían disfrutar de
verdad de la obra.
Comenzó el tercer acto.
“¿Qué es el arte?”, dijo el autor y actor principal sobre
el escenario. Luego hizo un silencio largo. Intentó
vislumbrar la cara de algunas personas del público,
pero le resultaba difícil hacerlo, los focos que le
iluminaban hacían difícil concretar los gestos, solo era
capaz de percibir una nebulosa perfecta.
“¿Es acaso este silencio su única respuesta?”, interpeló
al público, mirando fijamente los asientos ocupados por
los críticos teatrales.
“¿Dónde está el arte?”, preguntó el autor y actor
principal, “¿Detrás del artista, quizá?”. En ese
momento se dio la vuelta y miró tras de sí. “¿Alguien
ha visto algún artista por aquí?”, gritó con voz cómica.
El público rió.
En ese momento se corrió el telón, ocultando al actor y
al escenario. El silencio se prolongó durante varios
segundos. Estaba previsto. Segundos después el
público comenzó a inquietarse, a impacientarse, a
preguntarse si acaso la obra había concluido. También
eso estaba previsto.
En ese momento, el actor que se encontraba sentado
entre el público comenzó su oratoria tal y como decía
el libreto. Se abrió de nuevo el telón y apareció el autor
y actor principal sobre el escenario. Cuando concluyó
su discurso, el actor sacó la pistola y apuntó al autor. El
eco del disparo resonó con estrépito en el teatro. De
nuevo, se cerró el telón. El autor y actor principal,
desde el suelo, pudo escuchar una gran ovación.
Recibió los aplausos desde allí, cubierto de gloria,
alcanzando la suave y deslumbrante sensación del éxito.
Quedaban pocos minutos para que se alzara el telón. Apenas un instante antes, las puertas del teatro se habían abierto al público, que ahora iba ocupando sus butacas con cierto desorden, con premura y expectación. El ajetreo que acontecía en todos los extremos y en todos los rincones de la platea y de la tribuna ocultaba el inquieto rumor que se sucedía entre bambalinas. Los actores iban de un lado a otro, vestidos ya para la escenificación de la obra; los tramoyistas ultimaban la maquinaria para que de forma eficaz se fueran desarrollando los sucesivos escenarios que decoraban cada uno de los tres actos en que se dividía la obra; algunos actores ejercitaban sus gargantas para hacer clara su inminente declamación. Todo ello podría componer un cuadro tan digno como el de cualquier representación teatral. Así lo pensaba el autor y actor principal de la obra de teatro que, entre los cortinajes que separaban el escenario del público, observaba con atención la secuencia desarrollada ante su mirada, encajada bajo el ceño fruncido.
Dos minutos antes de la hora prevista para el comienzo de la representación, el teatro no llegaba a presentar un lleno absoluto, pero ofrecía un inmejorable y halagador aspecto; suficiente para motivar a todos: a los actores y, sobre todo, al productor de la obra y dueño del teatro, cuya sonrisa perenne era pura elocuencia.
“Buena taquilla, sí señor”, le espetó en ese momento al autor y actor principal. “Buena taquilla. Si llenamos así durante una semana, renovamos”.
Pero el autor y actor principal sabía que una cosa era el día del estreno y, otra muy distinta, el resto de representaciones. En los más de cuarenta años que llevaba en el oficio, lo había visto todo. Nunca hasta entonces había logrado llegar hasta la gran ciudad y representar una obra teatral firmada por él. Nunca, hasta ése día, había logrado tener sentados en la segunda y la tercera fila a los críticos que más daño y más favores habían hecho, y hacían, a la profesión. El autor y actor principal no era capaz de acertar a saber si lo había logrado por la pequeña campaña publicitaria que había emprendido o por que, a veces, el azar también se convertía en suerte. La cuestión es que allí estaba: tres cuartos de entrada y la promesa de continuar representando su obra una semana más, si todo marchaba bien. Y si todo marchaba bien, otra semana más. Así hasta que, como siempre, “todo” dejara de marchar “bien”. Entonces, habría que buscar una nueva ciudad, o una nueva obra, o un nuevo productor que confiara en ese azar que casi nunca cree se pueda convertir en suerte.
Solamente el autor y actor principal sabía que, según sus previsiones, su obra sólo se iba a representar una vez, al menos con él como protagonista. Y no porque fuese una mala obra teatral, al contrario. Que la obra fuese buena o mala, que tuviera o no aceptación, era algo secundario. Lo importante, lo verdaderamente trascendental era lo que iba a suceder en el escenario, justo al finalizar el tercer acto, cuando fuera a concluir la acción de la obra.
Sólo el autor y actor principal sabía que esa sería la única actuación, nadie en la compañía sospechaba lo más mínimo...
Después de más de cuarenta años sobre el escenario como actor y unos veinte como autor, nunca antes había logrado aglutinar tantas expectativas ante una de sus representaciones.
Pero, por fin, desde su posición de privilegio entre la realidad y la ficción, entre el escenario de la vida y el escenario teatral, teniendo al alcance de la mirada las caras del público que esperaba el comienzo de la representación, pensó que parecía haberlo logrado, que rozaba con la punta de la imaginación la suave y deslumbrante sensación del éxito. Y durante unos segundos, tuvo la tentación de cambiar los planes, variar el final de la obra. Aún
estaba a tiempo.
Quedaba apenas un minuto para que las luces principales del teatro se apagaran, sonara la música ambiental, el telón se descorriera y comenzara a desarrollarse la acción sobre el escenario. Pensó que podía estar cometiendo un error, que había exagerado sobremanera y que debía dar marcha atrás a su propósito. Ese pensamiento duró un instante fugaz. La realidad le dio un bocado, justo cuando reparó en la cara de uno de los críticos que, en ese momento, ocupaba su butaca. Le reconoció al momento.
Recordó todo lo que había dicho de él –de su persona– y de la obra que había escrito después de la primera y última de sus representaciones sobre ese libreto. Un año atrás, con inmisericordia, tachó la puesta en escena de burda, arremetió contra la mala interpretación de los actores y calificó de innoble y escaso de calidad artística el contenido del texto que los actores se limitaban a vocear, sin interpretar. No dejó títere con cabeza.
La opinión del crítico, como la del público, no hace daño
si proviene de la imparcialidad, pero como todo el mundo sabe, la imparcialidad no es una cualidad humana. Y, para un artista, no hay nadie más humano que un crítico, salvo el público.
Ahora, el censor, convertido en juez y examinador, volvía a ocupar un asiento de privilegio para después emitir un juicio de valor que acabaría escrito en letras impresas sobre un papel de periódico.
El autor y actor principal sonrió. “¿Qué dirás cuando acabe la función?”, le preguntó con el pensamiento.
“No te imaginas lo que va a suceder”, se dijo.
A estas alturas de la vida, el autor y actor principal estaba cansado. Ya ni siquiera le servía ni consolaba el hecho de considerar que había logrado reunir, a su juicio, a un buen cuadro de actores cómicos.
A pesar de todo, y sobre todo, estaba agotado. La debilidad le había alcanzado. El agotamiento mental se imponía sobre el cansancio físico de la edad.
Pensaba que hiciese lo que hiciese parecía carecer de importancia para el mundo. Habían sido muchos lustros recorriendo los caminos, yendo de pueblo en pueblo, escenificando incluso a los clásicos para un público tan pocas veces entregado. Tenía la sensación de recorrer siempre el mismo camino. Esta vez iba a romper esa ida y vuelta de constante retorno. Estaba decidido y lo iba a hacer. Era su momento.
La puesta en escena de la obra, titulada “La Escena del Crimen”, se había visto animada por la expectación generada con el subtítulo que acompañaba al título de la función. “No cuente el final”. El libreto escondía un pequeño secreto que se descubría justo al finalizar la representación. Ese pequeño secreto, conocido sólo por los actores y el productor teatral, se divulgó por los medios de comunicación con bastante facilidad.
Realmente, dicha sorpresa no solo consistía en lo que los actores y el productor conocían. El autor y actor principal reservaba una gran sorpresa final, que sólo él conocía y que guardaba para sí.
Por fin, las luces se apagaron y comenzó a sonar la música. El autor y actor principal, que iba haciendo acto de presencia a intervalos en los tres actos, permanecía entre bastidores. Estaba visiblemente nervioso. La tensión del momento iba más allá de lo que suponía la común excitación provocada por el estreno de una de sus obras. Sabía que cuando todo acabara, cuando el último acto llegara a su fin, cuando las últimas palabras resonaran sobre el escenario, realmente todo habría acabado. Lo que había previsto el autor y actor principal para concluir la obra era que, de entre el público, uno de los actores, comenzara a declamar un breve discurso, interpretando el papel de crítico. Cuando todos los espectadores tuvieran conciencia de que un actor estaba infiltrado entre ellos y que formaba parte del espectáculo, ése actor recitaría todos los desprecios que durante tanto tiempo habían sacudido a la compañía. Quizás solo los críticos presentes supieran a ciencia cierta que esas palabras, un día, las habían escrito ellos mismos. Tras todos esos reproches, como colofón, el actor infiltrado entre el público, esgrimiría una pistola y dispararía contra el autor. Pero dispararía una bala auténtica, no de fogueo, como todos creían.
Mientras se desarrollaba el primer acto, el actor principal y autor de la obra no hizo otra cosa que observar al público. Contempló con estupor sus reacciones, pues era patente que la obra estaba gustando. Todos los golpes de humor que había ideado encajaban perfectamente con las carcajadas de los espectadores.
Cuando concluía el segundo acto, el autor y actor principal, que continuaba en ese mismo punto intermedio entre el público y el escenario, tuvo el segundo acceso de duda. No salía de su asombro. Tanto el público como los críticos parecían disfrutar de verdad de la obra.
Comenzó el tercer acto.
“¿Qué es el arte?”, dijo el autor y actor principal sobre el escenario. Luego hizo un silencio largo. Intentó vislumbrar la cara de algunas personas del público, pero le resultaba difícil hacerlo, los focos que le iluminaban hacían difícil concretar los gestos, solo era capaz de percibir una nebulosa perfecta.
“¿Es acaso este silencio su única respuesta?”, interpeló al público, mirando fijamente los asientos ocupados por los críticos teatrales.
“¿Dónde está el arte?”, preguntó el autor y actor principal, “¿Detrás del artista, quizá?”. En ese momento se dio la vuelta y miró tras de sí. “¿Alguien ha visto algún artista por aquí?”, gritó con voz cómica.
El público rió. En ese momento se corrió el telón, ocultando al actor y al escenario. El silencio se prolongó durante varios segundos. Estaba previsto. Segundos después el público comenzó a inquietarse, a impacientarse, a preguntarse si acaso la obra había concluido. También eso estaba previsto.
En ese momento, el actor que se encontraba sentado entre el público comenzó su oratoria tal y como decía el libreto. Se abrió de nuevo el telón y apareció el autor y actor principal sobre el escenario. Cuando concluyó su discurso, el actor sacó la pistola y apuntó al autor. El eco del disparo resonó con estrépito en el teatro. De nuevo, se cerró el telón. El autor y actor principal, desde el suelo, pudo escuchar una gran ovación. Recibió los aplausos desde allí, cubierto de gloria, alcanzando la suave y deslumbrante sensación del éxito.
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