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El primero de noviembre del año 1700 moría en Madrid Carlos II, último monarca español de la dinastía de los Habsburgo.
La ausencia de un heredero natural –fruto de su condición de impotente- dejaba vacante el trono de España y sus inmensos dominios coloniales. De forma casi inmediata, media Europa se vio inmersa en una guerra por la corona española.
Felipe de Anjou contra Carlos de Habsburgo
De un lado, Felipe de Anjou, apoyado por su abuelo Luis XIV, basaba sus pretensiones en el testamento del propio Carlos II.
De otro, Carlos de Habsburgo, apoyado por Gran Bretaña y la viuda del fallecido monarca, hacía valer sus estrechos lazos familiares con la casa real de España, al tiempo que se presentaba ante las potencias europeas como el único capaz de acabar con la hegemonía francesa.
En 1714, la Paz de Utrecht ponía fin a la Guerra de Sucesión española. A condición de renunciar a la corona francesa, Felipe de Anjou fue reconocido como rey de España. Además, Inglaterra obtenía a cambio una serie de concesiones territoriales y comerciales que, con el tiempo, iban a permitir el desarrollo del Imperio Británico.
La nueva potencia colonial de América del Norte
El Tratado de Utrecht estipulaba la cesión a Inglaterra, por parte de Francia, de los territorios norteamericanos de Terranova y Nueva Escocia, así como el control de la Bahía de Hudson.
Así, la tímida presencia británica en la zona –limitada a sus asentamientos en Virginia, Carolina y Georgia- se veía fortalecida con la incorporación de esos nuevos territorios. Desde entonces, los franceses tuvieron que compartir la supremacía en América del Norte con Inglaterra.
Durante casi medio siglo, ambas potencias mantuvieron el status quo consagrado en Utrecht. Con motivo de vict
oria británica en la Guerra de los Siete Años (1756-1763), la presencia de Francia en la zona pasó a ser meramente testimonial, al tiempo que Inglaterra se convertía en dueña y señora esos territorios. En definitiva, en apenas cincuenta años, la situación de América del Norte se había invertido. Y qué duda cabe de que, en ese proceso, lo firmado en Utrecht había tenido una importancia capital.
A partir de entonces, los británicos experimentaron por primera vez su sistema de explotación colonial, que luego les serviría de modelo para sus posteriores conquistas.
Además, su dominio sobre América del Norte condicionó de manera decisiva el modelo económico de Inglaterra. De esta manera, la posterior pérdida de trece colonias como consecuencia de la Guerra de Independencia de los EE.UU. (1776-1783) obligó a la potencia europea a lanzarse a la conquista de nuevos territorios que llenaran ese hueco.
Es más, a pesar de la rápida emancipación de buena parte de sus colonias americanas, los británicos dejaron allí su impronta cultural y lingüística. De esta manera, no es exagerado afirmar que, en gran medida, el Tratado de Utrecht favoreció el diseño de una Norteamérica anglosajona.
El dominio sobre el comercio latinoamericano
En 1714, como consecuencia del tratado que puso fin a la Guerra de Sucesión, España e Inglaterra acordaron la práctica del “navío de permiso“.
Esta rompía el monopolio español sobre el comercio con sus colonias americanas, ya que concedía a los británicos el privilegio de introducir anualmente quinientas toneladas de sus productos en una única embarcación.
A partir de entonces, tanto por vías legales como mediante la práctica del contrabandismo, los ingleses fueron introduciéndose en el mercado latinoamericano.
A esto contribuyó también otra de las cláusulas del Tratado de Utrecht: el “asiento de negros“. Esta reconocía el monopolio británico sobre el traslado y venta de esclavos africanos en las colonias españolas.
Tanto el “navío de permiso” como el “asiento de negros” permitieron a Inglaterra participar activamente en la economía de América del Sur. De esta manera, cuando estas colonias fueron alcanzando su independencia en las décadas de 1810 y 1820, los productos españoles fueron sustituidos por los británicos.
A su vez, el apoyo financiero a las nuevas repúblicas llegó también de Inglaterra, que pasó a convertirse en acreedor de todas ellas.
Se iniciaba así un nuevo tipo de colonialismo basado en el control económico de otros países. Ese neoimperialismo inaugurado por los británicos pasaría, en el tránsito del siglo XIX al XX, a manos de los Estados Unidos. En definitiva, la explotación económica de América del Sur pasaba de una potencia anglosajona a otra.
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