Muertes inesperadas. La Muerte No Os Sienta Tan Bien
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“De nada sirve morir. Hay que hacerlo a tiempo”. Jules Renard
Para algunos seres humanos la vida no cesa una vez que dejan de respirar. Su fama, su notoriedad, no se ciñen únicamente a lo hecho en vida, sino al momento del último suspiro que les marca de forma ineludible para la eternidad.
En cierta ocasión, el escritor Henry Miller dijo que deberían coger al cineasta Luis Buñuel y crucificarlo o, por lo menos, quemarlo en la hoguera.
Se merece, apostilló, la mejor recompensa que un hombre puede concederle a otro hombre.
No descubrimos nada al afirmar que es tarea ardua que las vidas de los creadores perduren auténticamente, pues para ello es necesario que ocurra algo que haga trascender el límite más allá del ámbito común, de lo normal o cotidiano.
Para Miller se hacía necesario que Buñuel perdurara, y lo solicita con un grito enardecedor: ¡que lo crucifiquen!
La muerte es el paso ineludible que para un personaje notorio puede elevar la imagen postrera de su existencia a categorías inclasificables.
Tycho Brahe
Cómo explicar lo que nos queda del astrónomo Tycho Brahe (1546-1601) al no evitar la muerte por un pueril reparo en acudir al retrete, conteniendo su vejiga hasta la extenuación, en una cena de la corte imperial de Praga.
Allan Pinkerton
La vergüenza provocó que pasara a la eternidad pocos días después. O, cómo explicar que Allan Pinkerton (1819-1884), el fundador de la más famosa agencia de detectives, al morderse la lengua tras un traspiés, contrajera la gangrena que acabaría con su vida.
Pinkerton, hombre muy popular, por sagaz, en su época, consiguió desbaratar un atentado contra Abraham Lincoln.
En el logotipo de su empresa, que ha llegado a nuestros días, se encuentra el origen de la conocida expresión inglesa: “private eye” (sabueso).
En este viaje por la curiosidad encontramos que es la mala suerte la que se viste un maléfico traje de chanza para glorificar la adversidad de estos populares desventurados. Oscar Wilde (1854-1900) no tuvo suficiente con vivir la ignominia de la sociedad victoriana por su affaire con Lord Alfred Douglas, pasar por la cárcel y soportar el destierro inevitable.
Fue en prisión donde, tras un desvanecimiento por la debilidad fruto del duro encarcelamiento, tuvo la desgracia de golpearse contra un banco de la capilla y sufrir una lesión que su fallecido padre, un reputado otorrinolaringólogo, hubiese curado con la facilidad de su destreza.
Isadora Duncan
Y, mal fario, fue el que visitó a la bailarina Isadora Duncan (1877-1927), cuya vida atravesó muchos estadios de infortunio hasta el desastre final.
Se la considera una modernizadora de la danza a través de la libertad, muy incomprendida por la usual y desatinada mezcla de política y arte.
Murió sin dinero, un mal día, mientras viajaba en coche por las calles de Niza. El capricho del viento enganchó su pañuelo a los radios de la rueda del coche, estrangulándola.
A veces es el destino quien parece hacer un guiño burlón al desastre del fin de la existencia.
Albert Camus
Dicen que a Albert Camus (1913-1960) no le gustaba viajar en automóvil, pero tenía que desplazarse hasta París con su editor, el famoso Gallimard.
También dicen que fue éste quién le convenció para hacer el viaje en su coche aquél fatídico 4 de enero de 1960. Tras el accidente que le costó la vida encontraron en el bolsillo del Nóbel de literatura un billete de ferrocarril que cubría el trayecto.
Boris Vian fallece en el estreno de “Escupiré sobre vuestra tumba”
Y más que burla, morbo, es lo que rodea la muerte del también escritor francés Boris Vian (1920-1959). Su novela “Escupiré sobre vuestra tumba” había recibido severas críticas por la agitación suscitada en parte de las conciencias de la buena sociedad de su país, siendo incluso calificada de ultrajante para la moral y las buenas costumbres.
Aun así, fue adaptada a las pantallas cinematográficas en 1959, tras su paso por el teatro.
Las desavenencias con los realizadores del film provocan en Vian un malestar del que resultará terriblemente afectado. Vian entra en la categoría del club de los inmortales burlados cuando en el estreno de la película y mientras contempla en el patio de butacas cómo se proyectaba la polémica historia que tantos quebraderos de cabeza le había producido, fallece de un infarto.
En los márgenes de la Historia y rozando la leyenda también nos podemos encontrar con el costado menos amable de la sorpresa.
Esquilo
La brillante alopecia del dramaturgo griego Esquilo (525-456 a. c.), fue confundida con una piedra por un águila que desde las alturas dejó caer la tortuga que sostenían sus garras con la intención de partir el duro caparazón en dos y convertir dicha tortuga en alimento. El impulso de la naturaleza se mueve a través de unas coordenadas ajenas a la voluntad del hombre, puede que por ello, una mañana en la que el Papa Adriano IV (1100-1159) parara frente a una fuente para saciar la sed, una mosca se introdujera en su boca.
El ímpetu del vuelo de la mosca en cuestión debió ser arrebatador ya que, tras denodados intentos, nadie fue capaz de sacarla del fondo de la garganta del prelado que murió víctima de la asfixia.
Ser famoso, ser popular o célebre tiene una connotación peculiar en la que hombres y mujeres parecen no reparar. Es posible que esta eventualidad ignorada se vea inducida por que se suele estar en la errónea creencia que hay cosas que sólo les pasan a los demás.
Morir sería una de ellas. Por otro lado, parece complicado vivir en la continua diatriba de la famosa orden religiosa que dice: “recuerda, Hermano, que has de morir”. Pero la fama tiene esas cosas que a la larga quedan escritas sobre las páginas de la Historia.
Es indudable que Billie Holiday (1915-1959) no pensaba morir el día que lo hizo, y que después de ser la gran voz del jazz, también fuese recordada porque en su cuenta bancaria hubiese setenta centavos en depósito y, atados a su pierna, setecientos cincuenta dólares. Todos sus ahorros.
Louis Althusser, William Seward Burroughs y esposas
En otros casos, la muerte llega de forma inesperada y trasciende por culpa de la celebridad de quien la ocasiona. Es el caso de las malogradas Hélène Legotien y Joan Vollmer, casadas con Louis Althusser (1918-1990) y con William Seward Burroughs (1914-1997), respectivamente.
El primero, el filósofo francés, estranguló a su mujer mientras le daba un masaje. En su autobiografía, encontrada una vez fallecido, entre sus papeles del sanatorio donde fue ingresado por demencia, cuenta paso a paso cómo sin conciencia del hecho lo lleva a cabo.
Los hechos sucedieron de la siguiente forma: El filósofo está junto a su mujer, recién levantados un domingo por la mañana, comienza a darle un masaje, técnica aprendida de un camarada de cautiverio, “el masaje es en la parte delantera de su cuello”. Hace un masaje en forma de V. Lo siguiente que recuerda es su mujer muerta. “La cara de Helene está inmóvil y serena, sus ojos abiertos, miran al techo. Y de repente me sacude el terror: sus ojos están interminable fijos y, sobre todo, la punta de la lengua reposa, insólita y apacible, entre sus dientes y labios”.
El caso de Burroughs aunque igual de involuntario en la presunción de intencionalidad es, si cabe, más estremecedor. El escritor conjugaba dos aficiones: armas y drogas que, como a nadie se le escapa, mezcladas, pueden teñir de tragedia cualquier inesperado momento. Como el que se dio una fatídica noche de 1951, en Ciudad de Méjico. Burroughs negó que estuviera jugando a ser Guillermo Tell junto a su joven esposa. El caso es que la pistola del nieto del inventor de la calculadora disparó a su mujer, de manera fortuita, según su versión. Otras versiones aseguran que Joan estaba situada a pocos metros, con un vaso de cristal sobre la cabeza. Probablemente, después de dar cuenta del contenido de ese y otros vasos, Burroughs apuntó y disparó. Joan Vollmer dejó de respirar en el acto.
La leyenda urbana de la criogenización de Walt Disney
A algunos la muerte no les sienta ni bien ni mal. Al parecer Walt Disney lleva crionizado un buen puñado de años. Es es lo que dice la leyenda urbana, aunque parece que no es cierta.
En cualquier caso, para él o para los criogenizados, cuando la ciencia sepa tratar el mal que les condujo al congelador, volverán a rondar por el mundo de los vivos. ¿Convendría prevenir a Disney sobre lo tramposa que fue la muerte con personas como las que nos han acompañado a lo largo de estas líneas? ¿Convendría advertir a Disney que la muerte suele tener la mala costumbre de no advertir su llegada?
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