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Astor Piazzola: Una reflexión sobre la música, la política y la vida
Todos los países sufrieron, en algún momento de su historia social y política, ignominias.
Y no sabemos por qué nos ocurre que nacemos en un tiempo en que a nuestro pueblo le sucede ese momento: el de la brutalidad, el del sin sentido, en donde los unos se imponen a los otros con violencia.
En Chile , en Haití, en China, en España, en cualquier lado puede suceder. Sucedió, sucede.
Son etapas históricas, momentos cruciales en donde la vida vale muy poco. El caos puede ser causado por un dictador, una guerra, alguien que de adentro o de afuera se pelea con otro.
Las razones pueden ser muchas.
Y puede ser que en ese momento (cuando el mundo esté seco o casi marchito y casi no anide esperanza en los corazones de los hombres) exista, en ese país de la mala suerte, una catedral, y allí, un hombre con una orquesta tocando un instrumento en forma maravillosa, un mago sacando conejos blancos y lustrosos en un desierto, un palpitador de luciérnagas en una noche cerrada.
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A mí me tocó Argentina en esos finales de una dictadura más o menos cruel que otras, y el músico maravilloso que sacaba galeras de los conejos en las noches estrelladas del desierto sin luz fue Astor Piazzola.
¿Quién fue Astor Piazzola, el músico?
La biografía de Piazzola es interesante y extensa, no es lugar aquí para reflejarla, baste decir que Astor fue un músico que empezó desde muy joven a tocar el bandoneón (variedad de acordeón, de forma hexagonal y escala cromática, muy popular en la Argentina), que allá por su infancia vivió en Estados Unidos y conoció a Gardel cuando el cantor fue a filmar a New York.
Que se dedicó al tango, esa música que nació en los arrabales de la ciudad de Buenos Aires instalándose de a poco en el imaginario mundial, casi como una filosofía.
Que cuando empezó a trastocar, enrevesar y desmaniatar esa música porteña como a una media de colores fue expulsado de la comunidad tanguera y escuchado en otros lugares.
Un músico que creció de a poco y se fue afianzando en su estilo, con una valentía callada como sólo puede tenerla el que intuye que hará historia, que cambiará la historia con lo que hace.
Yo era joven y el era bastante grande. Y el momento fue ese, el que deja marca en la madera ajada del tiempo que pasa.
El momento al que me refiero sucedió aproximadamente entre los años 1980 y 1982, no recuerdo exactamente la fecha, pero sí como, caminando las calles desoladas de la tarde de la ciudad pequeña en la que yo vivía, escuché un andar de sonidos que provenían de un lugar donde nunca había música.
La puerta de la catedral estaba entreabierta y dentro se llevaba a cabo un rito. El templo estaba repleto de gente, la convocatoria había sido tal vez secreta o yo no había estado atento a ella.
Personas sentadas en el suelo, en los bancos donde un momento antes se había rezado, en los rincones y alas laterales.
Y allí sobre el mismo altar no estaba el cura de siempre, el obispo o el monaguillo, sino el mismo Astor Piazzola sentado como un rey, secundado por sus otros oficiantes: los músicos que pertenecían a su pequeña orquesta.
Y la música sonó y fue un abrir de alas, un elevar desde el fondo de toda la miseria algo más que emociones. Porque había guerra, porque había dolor y esa música no sólo calmaba sino que mancomunaba.
Fue esa música que crujía en forma ascendente y golpeaba el éter de lo que sentimos imposible , fue ese arrullo suave que luego se estremecía en un estrepitoso tronar aspirado(respirado), lo que hizo que a mis jóvenes años entendiera que el mundo gobernado por los malos arrasa, pero no perdura.
Y la música sonó y fue un abrir de alas, un elevar desde el fondo de toda la miseria algo más que emociones
Seguramente había yo escuchado a Piazzola, sabía quién era, pero nunca lo había “escuchado” verdaderamente.
Valió más ese momento que todas las constituciones nacionales y todos los proyectos de rebelión organizada contra la injusticia, porque allí había algo que surgía desde el fondo para renacer.
El tango y el bandoneón
Y como era tango y como era de mi país, tenía algo de privado, de no universal: un bandoneón mágico, una música que hablaba de lo que habíamos sido pero también de lo que podíamos ser en ese instante, en esa tierra, en ese lugar, hacia atrás y hacia adelante en el tiempo.
Ese era Astor Piazzola, esa mi experiencia con su música.
Sentado entre la gente que escuchaba callada , que casi no aplaudía, como si en esa comunión se entendiera que no hacía falta el reconocimiento para el artista, era yo un joven que entendía.
Seguramente quienes conocían más la historia del músico y la historia de lo que sucedía políticamente, escucharían otra cosa, pero cualquiera sea la cosa que cada uno escuchaba, el respeto se imponía y la catedral respiraba también al ritmo del tango de Astor Piazzola.
Astor Piazzola murió reconocido y admirado, bastante más comprendido que otros músicos que revolucionaron un género.
Su música todavía sigue resonando en la catedral de la vida de los pueblos que necesitan ese advenimiento, ese ir hacia arriba.
Si existe un cielo siempre me imagino una reunión de músicos ya idos. Allí quizá se animen a tocar juntos el religioso el religioso Juan Sebastián Bach y el tanguero Piazzolla.
Quizá compongan escalas ascendentes en fuelles que golpean en las nubes, para que la humanidad (cuando los tiempos no sean buenos) escuche la esperanza y se abra a la felicidad como lo hace la tierra cuando viene la lluvia.
Por Pablo Solís
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