Un artículo sobre la masonería
Por: Yván Pozuelo Andrés.
Historiador, profesor en el IES Universidad Laboral (Gijón)
La relación Masonería y Literatura ha sido enfocada, principalmente, desde la vertiente de escritores masones y de escritores profanos proclives en utilizar los hábitos organizativos de esta asociación como fondo argumentativo fantástico en base al misterio con el que, durante siglos, ha sido rodeada. (1)
Sin embargo, famosos escritores de los siglos XIX y XX han opinado criticamente sobre la masonería a través de sus obras. El interés de los apuntes que se presentan aquí reside en la similitud de ideas, fuera del Simbolismo, entre escritores profanos y la mayoría de los integrantes de las masonerías.
Las investigaciones serias, las que utilizaron fuentes fiables a través de una metodología basada en las Ciencias Sociales, han determinado que el Simbolismo de los masones les condujo a tomar posturas profanas en favor del emergente y hoy viejo Liberalismo. Por ello, quien no fuera partidario del amplio campo ideológico y estructural de este pensamiento, facilmente, estuviera requeante a valorar positivamente a una de sus asociaciones.
De ahí que los sectores antiliberales partidarios del Antiguo Régimen alimentasen y organizasen, sobre todo en el siglo XIX y, dependiendo de las zonas del mundo, en el siglo XX, el antimasonismo. En el caso de esta aproxim ación a la existencia de una posible antimasonería de corte liberal desorganizada, individualizada, se estudia a individuos que se han formado en las variantes del Liberalismo. ¿Por qué criticaron y en qué se sustentó esa crítica? ¿Ser crítico significa ser antimasón?
¿De quiénes se trata? De Guy de Maupassant, Benito Pérez Galdós, André Gide, Thomas Manny Georges Simenon. En algunos países como España, antes que la masonería existió la antimasonería. El mayor publicista de la masonería y su primer gran enemigo fue la Iglesia Católicaquien propagó entre sus fieles el miedo a una asociación inexistente para la inmensa mayoría de la población.
El concepto de “antimasonería” se asemeja casi exclusivamente a los altos cargos de la Iglesia Católica, contrarios a esta sociabilidad cuya animadversión concluía en represión. Aunque los masones repitieron hasta la saciedad desde el siglo XVIII hasta hoy día que la masonería no es incompatible con el hacer cristiano, no han logrado que la I glesia replantease las contundentes condenas.
Más allá de las palabras y de las buenas intenciones masónicas, la Iglesia toda poderosa en el Cielo y en la Tierra del siglo XVIII entendió que esta organización pudiera ocupar un espacio que no estaba dispuesto a compartir y menos a ceder, fuese cual fuese el nivel de sumisión proclamado por la masonería, puesto que la entidad religiosa no había propiciado la iniciativa ni controlaba a esta nueva estructura organizativa.
Inconsciente masónico del enorme desafío y conciencia pontificia de él fueron delimitando lentamente el campo en el que se iban a enfrentar, a la luz pública, a partir del siglo XIX, estas dos potencias de la sociabilidad.
Una vez conquistado una parcela de la sociabilidad eclesial, con todo lo que ello implica politica y económicamente, la inmensa mayoría de los masones y de las masonerías anhelaron mantener relaciones cordiales con la Iglesia, no cosechando la ansiada colaboración fraternal.
Una vez estudiada esta antimasonería de la que, todavía hoy, queda por indagar más espacios dado las monumentales redes que los mandatarios de la Iglesia han tejido a lo largo de la historia bimilenaria de la Institución creyente, surgió el interés por otro tipo de antimasonería, la procedente de los sectores que se involucraron en el nacimiento y desarrollo del movimiento obrero.
Los estudios son menos numerosos pero existen. En estos momentos, varias reflexiones están abiertas a la relación entre masonería y movimientos revolucionarios (2). He aquí el intento de abrir una tercera puerta, ya entreabierta en algún trabajo académico, que se citará más adelante, para ampliar la visión sobre las antimasonerías y las masonerías.
La mayoría de los escritores han plasmado sus opiniones y sus sentimientos en sus obras. Las de los autores citados formaron las fuentes principales de este estudio, completadas por unas consultas sobre sus archivos personales. Las obras encierran la dificultad de saber cúales de los rasgos de sus múltiples personajes corresponden con el sentir personal del autor.
¿Es posible sin las precisiones oportunas de los artistas, acertar? ¿Se conservaron libros sobre la temática masónica en sus bibliotecas personales?
En las bibliotecas de estos autores no se ha conservado ningún libro sobre masonería. Pues, desde la cautela, se pretende tantear aquí las posibles consideraciones antimasónicas que se encuentran en el piso del Arte literario como huella de un sector del mundo liberal.
SIGLO XIX
Durante este siglo se ha producido los enfrentamientos propagandísticos más virulentos y duraderos entre los partidarios de la Iglesia Católica antimasónica y de los masones mayoritariamente creyentes. Los numerosos panfletos de unos y otros, en libros y en todo tipo de prensa, han sido ampliamente conocidos por los sectores de los estudiados de la época, prelados y burgueses.
De estos sectores, pocos serían los que fueran desconocedores de esta situación puesto que los dos bandos conformaban unas amplias redes de sociabilidad que en algunos casos se entrecruzaban. Francia fue uno de los terrenos privilegiados del enfrentamiento ideológico y dialéctico.
Tras la postura antimasónica tradicional acechaba toda una concepción política, social y económica de la sociedad que distaba de la que pretendía instaurar las libertades de expresión, de opinión, de investigación, de reunión, con las que los masones, como un sector más de entre tantos, fueron un elemento activo.
Así pues, el 12 de agosto de 1882, el periódico parisino Gil Blas, publicó el relato Mi tio sosthene, firmado por Maufrigneuse, sinónimo del escritor francés de Bola de seboy El horla, Guy de Maupassant (1850-1893).
Antes, en 1876, en una de sus cartas dirigidas a su amigo y masón Catulle Mendés, antes de ser conocido por su creatividad literaria, rechazó la proposición de iniciarse en la masonería.
Esta correspondencia revela que había dicho primero que sí por la cortesía de aquel amigo en ofrecerle una copa.
En cambio, más sereno, le escribió para explicarle que no estaba ni listo ni dispuesto a respetar ningún juramento, además (3) :...no quiero estar ligado nunca a ningún partido político, sea cual sea, a ninguna religión, a ninguna secta, a ninguna escuela; jamás entrar en ninguna asociación profesando ciertas doctrinas, no inclinarme ante ningún dogma, ante ningún principio y ningún príncipe, y todo esto únicamente para conservar el derecho a hablar mal.
Quiero que me sea permitido atacar a todos los buenos dioses y grupos cerrados, sin que pueda reprochárseme el haber adulado a los unos o estar relacionado con los otros, y tener igualmente el derecho de batirme por todos mis amigos, sea cual sea la bandera que los cubra.Tras enunciar unos motivos generales de rechazo a cualquier tipo de organizaciones, siguió con un breve acercamiento a precisar por qué no en la masonería: No soy todavía lo bastante serio ni estoy lo suficientemente seguro de mi mismo para comprometerme a hacer, sin reírme, una señal masónica a un acólito (por ejemplo a mi camarero) – él lo es, me lo ha dicho – (o incluso a mi Maestre)…
Se le nota con ganas de entrar en más precisiones, en blasfemar de un modo inocente, pero el aprecio que le dispensaba a Catulle le refrenó.
En ese sentido, seis años más tarde, una vez conocido como gran escritor, aunque bajo un seudónimo que le sirvió para esquivar los contratos de exclusividad y cobrar de varios periódicos, se explayó con Mi tio Sosthene. Un cuento breve en el que dejó clara su postura antimasónica que sería, en 1884, publicada en una antología de relatos bajo el título de Las Hermanas Rondoli.
Los estudiosos de la obra y vida de Maupassant no han aportado mucha más información respecto a este cuento. Uno de ellos, Gérard de Lacaze-Duthiers, (4) simplemente, da como verosimil que el narrador exprese los pensamientos del autor. Maupassant no desveló el nombre del narrador hasta el final del cuento. Como es sabido, el hecho de relatar en primera persona no confiere la clave para entender que a través de él se exprese el sentir del escritor.
En este caso, es la carta a Catulle la que puso sobre la pista.
Interesante es que un gran escritor, libre, que se movía en un liberalismo sin dejar de criticarlo, publique un relato que bien lo podía haber firmado un antimasón de corte tradicional si no fuera que en las primeras líneas, el narrador proclamase yo, que también soy librepensador para diferenciarse de la antimasonería clerical.
Este escrito se publicó años antes que apareciera en la escena panfletaria de gran éxito la superchería de Leo Taxil (5).
No fue la única diferencia que la narración de un antimasón librepensador tenía con un librepensador masón, lo cuál ya pone al lector frente a dos tipos de librepensadores: Mi tío y yo diferíamos en casi todas las cuestiones.
Entre las diferencias destacó la relación de los dos protagonistas acerca del patriotismo. El masón es calificado de patriota mientras que este antimasón rechaza esa condición, puntualizando que: el patriotismo es también una religión. Es el germén de las guerras. (6)
Tras esta mínima puesta en escena donde se perfila un intercambio de ideas entre los dos personajes del cuento, aborda la relación entre Iglesia y Masonería. El librepensador antimasón pone de relieve las similitudes entre ambas entidades, sobre todo en cuanto a beneficiencia, preguntándose si
¿vale la pena hacer tantas ceremonias para dar cien sueldos a un pobre diablo?
El narrador alterna constantemente sarcasmo y argumentación. En este lugar del relato puntualiza que en las filas masónicas hubo y hay numerosos católicos, para concluir que los masones son simplemente una competencia a la Iglesia Católica, al igual que dos comerciantes vendiendo el mismo producto con etiquetas diferentes:¡Contrarios, pero compinches!
En las conversaciones entre los dos librepensadores es el masón quien cambia siempre de tercio a falta de argumentación. Así pues, tras la relación Iglesia y Masonería, se pasa a la relación entre Masonería y Política, afirmando el tío Sosthène que su organización se dedicaba principalmente a luchar contra el espíritu monárquico.
El sobrino aprovecha para recalcar que la masonería es una máquina electoral indispensable para todas las ambiciones políticas. Para zanjar esta relación, el narrador alude a las afiliaciones del príncipe heredero de Alemanía, al hermano del zar de Rusia, al rey Humberto I de Italia y al príncipe de Gales, a lo que el tío contestó que, inconscientemente, estos hermanos actuaban, nada más y nada menos, en contra de la monarquía.
Después de estos renglones, el narrador se divierte en describir las actitudes de su tío junto a un hermano de Obediencia como si fueran dos polichinelas, concluyendo que antes preferiría ser jesuita, casi nada para un librepensador. A partir de allí, empieza la gran burla, la gran comedia, un sainete galo antimasónico y, a la vez, anticlerical: Me reía a solas hasta desternillarme de risa.
Tras un gran festin y totalmente borracho, el tio Sosthene recibió al jesuita de la localidad que le contó que una voz le había llevado hasta su alcoba para intentar salvarle de la muerte.
Todo fue una broma del sobrino que le había dicho al jesuita que su tío estaba en las últimas pero que no le dijese que se lo había dicho él. Resultado : el masón radicalmente anticlerical, asombrado de las buenas intenciones del hasta entonces enemigo, confuso, fue capaz de expresar motivos de conciliación hacía el jesuita. En la conclusión, el narrador recalcó que clerical o francmasón, para mí es lo mismo.
Este cuento es en toda la obra de Maupassant, el único, que aborda la cuestión francmasónica. Nitida su visión burlesca de los masones. No ofrece ni una sola cualidad exclusiva del Ser masón, calibra la caridad y la beneficiencia al mismo nivel que las de procedencia clericales y, sobre todo, puso en evidencia la poca fiabilidad de las convincciones de los hijos de la Viuda. No pudo criticar más en tan poco espacio literario.
Maupassant demostró igualmente que entre su carta a Catulle Mendès en 1876 y su cuento de 1882, su pensamiento no había cambiado. Ni la decisión, en 1877, por parte del Gran Oriente de Francia de no obligar a los hermanos a rendir homenaje a Dios, aceptando en sus filas a ateos, le hizo cambiar de idea. No obstante, dejó alguna otra pincelada. Cada vez que Maupassant manejó el referente masónico en uno de sus cuentos lo insertó como añadido negativo.
Dibujó a un hombre al que le faltaba el valor suficiente para sacar del Ayuntamiento al viejo alcalde del Imperio. Nadie siguió sus órdenes, ni tan siquiera un Maestro masón a quien había nombrado Lugarteniente.
En otro cuento, titulado La Seña, publicado en el periódico Gil Blas, el 27 de abril de 1886, recogido más tarde en Le Horla, Maupassant hizo un último guiño a la temática. Retrató una conversación entre dos mujeres de la alta sociedad en la que una le cuenta a la otra la emoción de un juego erótico puéril que se le ocurrió al observar a una vecina que ejercía la prostitución. Sorprendida por la curiosidad masculina al pasar por delante de la prostituta sin detectar a priori diferencias entre la vecina y ella, examinó los gestos, descubriendo una seña, discreta, calificada de mirada de masón.
Al robar esa mirada, esa seña, la aristócrata atrajo a los hombres que pensaron que era una nueva prostituta en el barrio, seducción emocionante para las dos amigas. La utilización de esta alegoría que separa a las mujeres de la alta sociedad de las prostitutas por tan sólo una seña, cuya clave está en una mirada de masón, menosprecia tanto a las mujeres de la alta sociedad que Maupassant bien conoció y a los masones cuya seña, simbolicamente aquí, puede descubrir e imitar una mujer superficial.
Noticia relacionada: Publicada la Tesis doctoral “La masonería en Asturias (1931-1939)“