Hubo un tiempo en que “todo” estaba por construir. Desde mediados del siglo XIX en Europa, y gracias al florecimiento de la sociedad industrial e industrializada, se consolida el dominio del hierro y de la siderometalurgia; ya han aparecido en escena los ferrocarriles que unen las incipientes grandes urbes, así como las primeras grandes empresas navieras construyen trasatlánticos metálicos.
El hombre ha abandonado el campo yendo a la ciudad en busca de las nuevas oportunidades que el porvenir augura.
Ante todos esos hechos, el arte y la arquitectura no pueden permanecer ajenos.
Así surge el funcionalismo como nueva corriente, de tanta importancia que está en la base de todas las corrientes arquitectónicas que surgirán en el siglo XX, haciendo que nazcan nuevos conceptos con otra forma de enfrentar no solo las nuevas necesidades sino también la estética.
Todo lo que rodea al hombre es construido de otra manera : sus barrios, sus fábricas, los edificios donde vive, donde compra, donde pasea…
El tiempo ha conservado la mayor parte de las edificaciones emblemáticas de esta primera Historia de la “arquitectura de hierro”.
Sirvan como ejemplo las imágenes que acompañan a estas palabras: las Galerías Mazzini, en Génova (1875) o las Galerías St. Hubert, en Bélgica (1847); en París, el Mercado de los Granos o los hangares para dirigibles de Orly, emblema también de una nuevo medio de transporte revolucinario en su tiempo.
Y si de construcciones emblemáticas se trata, qué decir de la Torre Eiffel (1898), auténtico paradigma de estos tiempos modernos de los que somos herederos.