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El Paradigma de 1968. Contracultura y Conflicto Generacional
En el corazón de la aceleración social vivida a mediados del siglo XX, encontramos un elemento clave que permite explicar, en gran medida, ese conjunto de cambios: el conflicto, como germen de la contracultura.
Desde hace dos siglos, tanto en los textos como en la calle, esa palabra ha tomado un papel protagónico. Quizás su forma más conocida haya sido la lucha de clases enunciada por Karl Marx a mediados del siglo XIX.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte va tomando fuerza otra forma de conflicto: el que enfrenta a las generaciones.
Los ritos de iniciación, tanto los referidos a la integración en el grupo como los de tránsito a la edad adulta, han sido sumamente importantes en el desarrollo de las sociedades humanas.
Mediante ellos, los grupos se ganaban la fidelidad de los más jóvenes, al tiempo que aseguraban su continuidad cultural.
En los periodos más arcaicos de la historia humana, estos rituales se basaban en aspectos físicos que, no pocas veces, estaban marcados por la crueldad.
No obstante, con el transcurso de los siglos, a medida que la sociedad adquiría un mayor desarrollo, la reproducción de la cultura colectiva en los más jóvenes pasó a llevarse a cabo mediante la educación.
En concreto, para Pierre Bourdieu, la crueldad originaria se transformó en “violencia simbólica” a través de un sistema educativo que no buscaba otra cosa que imponer la cultura imperante a los jóvenes.
Los métodos de iniciación, sin embargo, no lograban frenar del todo el ímpetu juvenil.
De esta manera, se acababa produciendo una síntesis entre la cultura heredada y el deseo de cambio de los recién incorporados al grupo.
En definitiva, se generaba un escenario en el que, sin conflicto aparente, se producía una paulatina transformación social que respetaba la identidad del grupo.
Frente a ellos surgía una juventud que no había vivido ni la II Guerra Mundial ni sus terribles consecuencias.
Un grupo que, educado en una sociedad audiovisual, cuestionaba los postulados racionales y el concepto tradicional de progreso.
En definitiva, los abanderados de la contracultura y la postmodernidad.
Los jóvenes de la década de 1960 rechazaron el proceso ritual de “domesticación” al que querían someterlos sus mayores. Sistema educativo, servicio militar y mercado laboral constituían para ellos los instrumentos
de dominación de los adultos sobre su mundo.
Un mundo basado en una nueva música, en otras formas de expresividad y relación, en reglas distintas de amistad y amor…
Un panorama en el que sexo, drogas, música, pacifismo y filosofía oriental se fundían para formar un potente caballo de batalla contra la autoridad de la cultura establecida.
Con la guerra de Vietnam como telón de fondo y los campus universitarios por escenario, estallaron las protestas de mayo en el año 1968.
La juventud occidental explotó en una mezcla de psicología freudiana y marxismo de rostro humano. Durante un tiempo se sintieron héroes imitando a sus ídolos de la revolución, soñando con la Comuna de París y su utopía de libertad.
El despertar, sin embargo, no fue tan placentero.
El despertar de Mayo del 68: luces y sombras
La utopía de cambio defendida por los jóvenes occidentales a finales de los sesenta no se cumplió en su totalidad. No obstante, la realidad actual demuestra que buena parte del mundo que conocemos es consecuencia, para bien y para mal, de sus postulados.
Quizás el triunfo de esa “revolución generacional” no fue inmediato, pero a la larga sus consecuencias son más que evidentes. Entre ellas hemos de destacar un cambio de valores más que notable, así como la pérdida de confianza en la razón y en el progreso ilimitado propios de la Ilustración. Ahora bien, el sueño también nos ha dejado cadáveres.
La historia ha ido destapando poco a poco las miserias de los ídolos de esa revolución; personajes como Fidel Castro o Mao que, con el tiempo, han pasado de ser paladines de la libertad a sombras de la opresión.
A su vez, los propios protagonistas del conflicto, los jóvenes del 68, descubrieron bien pronto que las canas no eran patrimonio exclusivo de la generación de posguerra.
Algunos, convertidos en caricaturas de Peter Pan, no supieron crecer; mientras que la inmensa mayoría se encontró, de la noche a la mañana en el papel del adulto autoritario que tanto detestaban.
Quizás el mayor golpe para los sueños de esa generación fue descubrir que sus propios hijos no les entendían. Los sueños de los nuevos jóvenes eran otros; unos sueños que el abismo abierto por la aceleración de la historia no permitía compartir con los nuevos mayores.
La aparición del conflicto entre generaciones
La aceleración del ritmo histórico no hizo otra cosa que agrandar las diferencias que dividían a las generaciones humanas hasta el punto de convertirlo en un auténtico abismo.