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El número 7 siempre ha sido considerado como un número mágico y poderoso, sobre el que se ha construido buena parte de la superstición a través de la Historia.
Siete fueron, por ejemplo, los pilares sobre los que la sabiduría construyó su morada, según los Proverbios (libro del Antiguo Testamento), luego popularizados por Lawrence de Arabia en el libro que llevó por título “Los Siete Pilares de la Sabiduría”, obra que enumera, además de sabios consejos para afrontar la vida, las “hazañas” del aventurero en el combate que enfrentó, por su independencia, a los musulmanes contra el Imperio Otomano, durante el tiempo de la Primera Guerra Mundial y que Lawrence vivió de primera mano.
Siete fueron las “Partidas” del rey español Alfonso X el Sabio, consideradas como la compilación más importante sobre la legislación de la Baja Edad Media, y que dividía en siete partes fundamentales el Derecho de la época.
Sietefueron también las artes liberales del mundo antiguo y medieval (gramática, lógica, geometría, retórica, astronomía, aritmética y música), que componían el conocimiento necesario para desarrollar la inteligencia y la excelencia moral. Siete fueron los dioses de la Buena Suerte para los japoneses: los portadores de la buena fortuna, la salud y la larga vida. Y, siete, fueron los Sabios de Grecia, conocidos como los “Siete Sensatos”, que estudiaban y se interesaban por la política, la filosofía y la ciencia, que aunque nadie se pone de acuerdo en ponerles nombre, todo el mundo coincide en que eran siete.
El siete es, pues, un número especial, que la tradición y la costumbre han contribuido a darle ese carácter. No deja de ser curioso que civilizaciones y culturas tan distintas y tan distantes en todo (en cronología, en disposición sobre el planeta) tengan en común la cuantificación en siete partes de aquellos aspectos de la vida que les ayudan a crecer, a mejorar o a organizarse.
¿Quién escoge las 7 maravillas del mundo?
Ha pasado mucho tiempo y no existe una evidencia clara que indique quién decidió realizar la lista en la que se incluirían, como no podía ser de otra forma, las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Se piensa que fue Heródoto (484 – 425 a. de C), considerado el padre de la historiografía (el arte de escribir la Historia), el primero en sugerir la enumeración de los siete monumentos u obras de arte o arquitectónicas.
Pero como se da la triste circunstancia que nunca coincidieron sobre la Tierra más de cinco maravillas al unísono es natural pensar que la lista completa, con la composición en siete monumentos, se determinó tiempo después, casi con toda seguridad, en la Edad Media.
A día de hoy, la única de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo que se mantiene en pie son Las Pirámides de Gizeh, en Egipto, siendo solo imágenes del resto de las Maravillas, reconstrucciones basadas en el recuerdo, en leyendas o en relatos históricos, lo que ha llegado hasta nosotros.
Las Pirámides de Gizeh
De las Siete Maravillas del Mundo, como antes se apuntaba, es la única que podemos visitar.
El arte egipcio se caracteriza por la grandiosidad, ya que trasciende las proporciones humanas. Sirva como ejemplo que el rostro de la famosa esfinge mide cinco metros.
Las pirámides se idearon como tumbas para los faraones y tuvieron que transcurrir veintitrés años para ver concluida la primera. La altura de la mayor de las pirámides alcanza los cincuenta y cinco metros.
Se tiene como certeza que ningún edificio superó esa altura hasta el siglo XIX. Siempre se ha pensado que las pirámides fueron construidas por esclavos, pero ahora sabemos que los obreros eran empleados contratados por el faraón, que cobraban un salario y que contaban incluso con servicios médicos que les atendían ante cualquier eventualidad.
El Coloso de Rodas
Está considerada la sexta Maravilla del Mundo. Se trata de la obra del escultor griego Cares de Lindos, realizada entre los años 303 y 280 a. de C. para representar a Helios, dios griego del Sol.
Era la puerta de entrada a la bahía de Rodas. La estatua, bañada en bronce y de treinta y dos metros de altura, conmemoraba el levantamiento del sitio de la ciudad de Rodas y la victoria de sus habitantes contra el jefe macedonio Demetrio I.
La Estatua de Zeus
Olimpia nunca fue una ciudad, sino un conjunto de templos y monumentos que se erigieron a propósito de los ancestrales Juegos Olímpicos. Se considera a estos juegos la fiesta nacional en Grecia, y han llegado a nosotros, en su esencia, habiéndose desarrollado notablemente desde entonces. En aquellos tiempos solo se practicaban cuatro tipos distintos de competición.
De todos los templos que se situaban en Olimpia se decía que el más hermoso era el de Zeus, Júpiter para los romanos, el dios del cielo y rey de reyes. La estatua de Zeus se encontraba en el interior del templo, ideada para alcanzar una envergadura de doce metros de altura. Fidias, su creador, tardó un año en erigirla con la intención de representar la figura de su dios máximo.
El cuerpo estaba tallado en marfil y las ropas y joyas que lucía eran de oro. A sus pies se coronaba a los vencedores de las distintas competiciones. A los que se trataba como auténticos héroes. El templo acabó siendo pasto de las llamas; fue incendiado por fanáticos cristianos, aunque fueron los terremotos del
Los Jardines Colgantes de Babilonia
Los Jardines Colgantes de BabiloniaConsistían en una serie de terrazas ajardinadas que formaban una especie de montaña artificial.
Se desconoce quien fue el responsable de su construcción, pero todo apunta a que fue bajo el mandato del Rey Nabucodonosor II, aproximadamente en el año 600 a. de C. Babilonia, cuya traducción es “la puerta de Dios”, está situada en la actualidad a un costado del río Éufrates, a menos de cien kilómetros de Bagdad.
Esta ciudad fue una de los enclaves más importantes del mundo, cuando éste presentaba un aspecto muy distinto al actual.
El Faro de Alejandría
En el año 280 a. de C. Tolomeo II Filadelfo, ordena la construcción, en una isla de la bahía de Alejandría (Egipto), de un faro de ciento treinta y cuatro metros de altura.
Por su extraordinaria envergadura, se convirtió en el faro más célebre de la Antigüedad. Se utilizaron enormes bloques de vidrio como cimientos, intentando aumentar la solidez y resistencia contra la fuerza del mar. Bloques de mármol unidos con plomo fundido constituyeron el resto del edificio, de forma octogonal sobre una plataforma de base cuadrada.
Lamentablemente, fue destruido en el siglo XIV.
El Templo de Artemisa
Cada civilización, según su entendimiento, ha ido dando distintos nombres a lo que razonaban como las mismas cosas. Para los griegos la diosa Artemisa era la diosa de la fertilidad, que por ejemplo los romanos llamaron Diana. Esta diosa era adorada en un templo situado en Éfeso, una antigua ciudad situada en el perfil de la costa oeste de Asia Menor, próxima a Turquía.
El intento de invasión de los cimerios (pueblo expulsado por otros pueblos de sus territorios) en el siglo VII a. de C. tuvo entre otros el resultado del incendio del templo. Al parecer los cimerios se vieron abocados a la guerra y a la invasión de territorios donde vivir, y terminaron desapareciendo al ser derrotados los libios.
Creso, rey de Lidia, antigua región de Asia Menor, y considerado el inventor de las monedas, se propuso reconstruirlo y abrió una suscripción pública al efecto.
La Historia dice que dos siglos después, un individuo loco y ávido de notoriedad, de los que siempre han existido, incendió el edificio que fue consumido por las llamas.
Algunas décadas después, utilizando los mismos planos, Alejandro Magno lo hizo reconstruir gracias a la coincidencia de que había sido incendiado el mismo día de su nacimiento, creyendo por tanto que algún significado debía existir entre ambos acontecimientos.
El Mausoleo de Halicarnaso
Estamos en el año 353 a. de C., en Asia Menor el Rey Mausolo, un soberano muy querido por su pueblo, que vivió gracias a él un gran esplendor, muere.
En su memoria, su esposa, la reina Artemisa, ordena construir un mausoleo, una tumba monumental, esculpida por los mejores artistas de la época y construida por esclavos y hombres libres que quisieron rendir, de esa manera, un homenaje a quien les había dado prosperidad.
Sobre una superficie de treinta y tres por treinta y nueve metros, la tumba se elevaba a cincuenta metros de altura.
Un muro partía de cinco escalones y llegaba hasta media altura para formar un podio. Sobre esta base se situaban ciento diecisiete columnas jónicas ordenadas en dos líneas.
Alejandro Magno, aquél que mandara reconstruir el templo de Artemisa, conquistó la ciudad y ordenó la destrucción del mausoleo. Hoy tan sólo se conservan algunos fragmentos que no recuerdan lo que fue.