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“El mayor engaño del diablo es hacernos creer que no existe”.
Sorprendentemente, la frase la dijo quizás el poeta maldito por antonomasia –Charles Baudelaire– en un alarde de clarividencia. Se trata de una frase que se ajusta como ninguna otra al sentir de los escasos exorcistas que aún perviven en la actualidad.
El Último EXORCISMO Realizado por el Padre Gabriele Amorth
Para el común de la gente los exorcismos, y los exorcistas, son producto de la ficción cinematográfica. Todos nos hemos aterrado viendo El exorcista, obra maestra del género, o la Semilla del diablo de Polanski , o alguna otra menos estimable como el exorcismo de Emily Rose.
Parece mentira pero el de exorcista es un “oficio” que existe en el mundo real y, aunque son escasos, sorprende saber cuán atareados se encuentran en estos tiempos actuales en los que son muy pocos los que se atreven a hablar del diablo.
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Padre Gabriele Amorth, “El último exorcista”
En su libro “El último exorcista” el veterano Padre Gabriele Amorth retrotrae el origen de su profesión a Jesucristo. Efectivamente, en los evangelios se nos narran varios exorcismos que realizó Jesús.
Aún más, dio poder a sus discípulos para expulsar demonios. Por ello, durante los primeros siglos de cristianismo abundaron los exorcismos y fueron los propios Padres de la Iglesia quienes establecieron los primeros ritos conocidos.
Con la llegada del primer milenio comenzó a variar la mentalidad en el seno de la Iglesia. El surgimiento de los primeros tribunales de la Inquisición supuso la decadencia de los exorcistas. La Iglesia, en su lucha contra el mal, optaba por castigarlo y no por combatirlo. Sirva un tópico: en vez de exorcizar a las brujas se las quemaba. A juicio del Padre Amorth se trató de un cambio trágico que continuó acentuándose en los siglos de la modernidad.
El exorcismo a través de los siglos
Ya en el siglo XIX el racionalismo despreciaba y combatía tanto las creencias religiosas como la existencia del infierno y del diablo. Este pensamiento se contagió a una gran parte del clero, el alto y el bajo, por lo que los exorcismos registrados en aquellos años fueron escasísimos, prácticamente clandestinos. Baudelaire lo insinúa, si el diablo no existía ¿qué necesidad había de luchar contra él?
Durante el siglo XX la tónica continuó siendo la misma, la Iglesia no se sentía cómoda predicando sobre el maligno y tampoco la sociedad quería escucharlo. En cierto modo, se proscribió la creencia en el demonio.
La situación a principios del siglo XXI es fiel heredera de los siglos anteriores. Los exorcistas siguen siendo pocos, se sienten solos en su lucha aunque, es un hecho, no tienen un segundo de relajo.
Les llegan a cientos: gentes que creen, ateos, agnósticos… con obsesiones, maldiciones, con posesiones… Suelen ser personas desesperadas que recurren a un exorcista como primer o como último remedio.
A éstos les basta un simple primer exorcismo para saber si el “paciente” está poseído. Los exorcistas están tan habituados a luchar contra los demonios (porque cuentan que hay muchísimos) que hablan de ellos con una naturalidad asombrosa: nadie está a salvo del diablo –dice Amorth– incluso la Madre Teresa fue exorcizada en sus últimos años. Y otros santos también lo fueron.
El diablo es muy inteligente y siente predilección por adueñarse de religiosos, también de los poderosos; con el dinero, el sexo, el poder y, sorpresivamente, la brujería como sus armas más efectivas.
Los relatos de los exorcistas tienen ciertas similitudes con lo que el cine nos ha trasmitido, de hecho, aseguran que nadie que haya presenciado un exorcismo real ha podido dejar de creer en la existencia del maligno.
La liberación del mal es un proceso larguísimo, a menudo dura años, que suele culminar con la prevalencia del bien aunque, eso sí, con secuelas indelebles en el alma del exorcizado, del exorcista y de los asistentes presentes al proceso. El mal siempre deja su huella.
Termina su obra el pertinaz Padre Amorth reconociendo que tal vez sea uno de los signos de los tiempos el que los exorcistas tengan que continuar con su ardua labor a espaldas de la sociedad y, muchas veces, de la propia Iglesia.
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