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Descubrimos la historia de un talentoso pintor que cayó en el olvido
Fue este francés, George de La Tour, un humilde pintor de aquéllos que reciben el apelativo de provinciano, se cree que apenas salió de su Lorena natal, pero que adquirió cierta fama en aquellos tiempos gracias a su indudable talento artístico.
Poco se sabe de su vida: nacido a finales del siglo XVI en una familia de panaderos, seguramente se formó en Italia y ya en Francia obtuvo el título de pintor ordinario del Rey Luis XIII. También pintó para el duque de Lorena y para el cardenal Richelieu aunque, al no estar fechadas sus obras, poco se puede aventurar en cuanto a la cronología e intrahistoria de las mismas.
Tras su muerte en 1652, sin embargo, cayó en un doble olvido. Por un lado su fama se oscureció en el anonimato y, por otro, la mayoría de sus obras se dispersaron siendo atribuidas las más logradas a otros pintores de mayor fama.
Pero la historia redime tan caprichosamente como posterga en el olvido. Así se cumplió en el caso de George de La Tour y su anonimato de siglos, terminando este ya en el siglo XX gracias a Hermann Voss y a otros historiadores del arte.
Exposiciones en los años treinta, en los sesenta en Nueva York, los setenta y, por fin, en los noventa en Paris, fueron hitos en el proceso de redescubrimiento y revalorización de George de La Tour.
De él se conocen hasta cuarenta originales cuyo estilo y temática se asemejan en sumo grado a los del maestro Michelangelo Caravaggio, su más clara influencia. Hoy día, es de los pintores más cotizados dentro de un mercado, el pictórico, conocido por alcanzar cantidades exorbitadas de dinero.
Sirva de metáfora del redescubrimiento del pintor el anecdótico hallazgo de una de sus obras más conocidas, el “San Jerónimo leyendo una carta”, que apareció en 2005 en una sala perdida de la sede madrileña del Instituto Cervantes y que se expone actualmente en las paredes del Museo del Prado junto al “Ciego tocando la Zanfonía”. Obras ambas muy representativas del autor, que mediante la técnica del claroscuro se sirve de una fuente de luz para resaltar lo esencial de la escena relegando a la oscuridad circundante cualquier posible elemento accesorio.
También tenebrista resulta su “Magdalena penitente”, una de las mejores de su tipo a pesar de pertenecer a una temática tan trillada por los artistas a lo largo de la historia.
Su lograda iluminación, que dimana del resplandor de la llama de una vela, su aire melancólico y transido hacen de la contemplación de esta obra un espectáculo fascinante.
Poco usual resulta su “San Sebastian cuidado por Santa Irene”. Huyendo del violento dramatismo de otros exponentes temáticos como los de Mantegna o el Greco, lo patético de la escena contrasta con la serenidad de los dos jóvenes representados, con Santa Irene extrayendo una flecha de la pierna de un San Sebastián recostado, todo ello bajo la tenue luz de una antorcha.
Sin duda, una escenificación genial que puede contemplarse en el Louvre, si bien existe en Berlín otra versión más trágica de la escena en la que el santo protector de las epidemias yace muerto en el suelo.
En “El recién nacido” pudiera de la Tour haber representado la Natividad, en cualquier caso, se trata de una obra tan austera como sobrecogedora, de una sencillez evangélica. Mención especial merecen otros cuadros como “Job menospreciado por su mujer”, “El pensamiento de San José”, auténtica rareza, o “Tramposo con un as de diamantes”, muy curiosa.
Mucho se podría decir de estos y del resto de cuadros del pintor. Recapitulando, es un hecho aceptado que sus mejores obras, las de más inusitada emotividad, son escenas nocturnas, en penumbras, equilibradas, casi geométricas, serenas y dramáticas a un tiempo y, por ello, dotadas de una gran carga sugestiva.
De esta suerte, se puede colegir que el redescubrimiento de George de La Tour ha sido todo un regalo para los amantes de la belleza.
LOS CUADROS DE GEORGE DE LA TOUR