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Según ilustre frase del historiador Claudio Sánchez Albornoz “Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla”.
Con toda seguridad ese ha sido el motivo por el que el comedido sentir castellano se ha venido enfocando y orientando desde entonces no hacia las grandes gestas sino hacia los perdedores de la historia de la región.
En esa línea nos encontramos a uno de los personajes más trágicos y desconocidos de la historia de España: la reina Juana I, cuya llegada a Tordesillas se conmemora anualmente en la villa en los primeros días del mes de marzo.
Ya han pasado más de quinientos años desde que, en 1509, se detuviera en el pueblo un extraño cortejo encabezado por la reina y por el féretro de su marido, conocido como Felipe El Hermoso, que había muerto dos años y medio antes. Convencida o, más bien, obligada por su padre – Fernando el Católico – el caso es que Juana fijó su residencia en el hoy desaparecido palacio real de Tordesillas, de donde no se movería hasta su muerte en 1555, un año antes de la coronación de su nieto Felipe II.
Un poco de historia
Conviene bucear un poco en los antecedentes y situarnos. Castilla está ubicada en la mitad norte peninsular y es la región española de mayor extensión. Hace cinco siglos era el núcleo y motor de la construcción de España.
Los Reyes Católicos – Isabel de Castilla y Fernando de Aragón – consiguieron unificar los territorios de la actual España (a excepción de Navarra, que se incorporaría en 1512) gracias a la culminación de la Reconquista con la victoria sobre el Reino nazarí de Granada en 1492.
Verdadero Annus mirabilis por ser el del descubrimiento de América y el de la expulsión de los judíos de la península, cuya valoración aún no pone de acuerdo a los historiadores.
Reinaba en Castilla la anarquía e inestabilidad provocada por las luchas ya antiguas entre el poder señorial y el poder regio.
Así, una vez muerta la reina Isabel, en 1504, pasó a gobernar en las Españas su marido Fernando.
Poco estimado por la nobleza castellana, Fernando hubo de ceder el poder al consorte de su hija Juana, Felipe el Hermoso, que en las cortes de Valladolid de 1506 se convirtió en Felipe I de Castilla y cuyo reinado fue tan breve como frenético y repleto de despojos a las arcas castellanas.
La muerte de Felipe no hizo sino alterar para siempre la delicada salud mental de su esposa Juana, de melancólico, adusto y enajenado carácter, que anduvo con el cadáver de su amado de una parte a otra de Castilla hasta su llegada definitiva a Tordesillas.
El golpe de estado de Carlos I a su madre Juana
A la muerte de Fernando el Católico, el anciano cardenal Cisneros se convirtió en único regente y gobernador de Castilla junto al Consejo Real, que era una especie de Parlamento de la época.
La situación era confusa: de un lado estaba el partido castellano con una reina poco dispuesta para el cargo, y de otro la corte flamenca del hijo de Juana – don Carlos – guiada por el preceptor Adriano de Utrecht y que se oponía a Cisneros, llegando incluso al punto de proclamar a Carlos como rey de Castilla y Aragón.
Así lo oficializaron con carácter unilateral en el año de 1516 en la Iglesia de Santa Gúdula de Bruselas y, aunque una cláusula establecía que reinaría juntamente con su madre Juana, lo cierto es que se trató de un verdadero golpe de estado.
En Castilla, dado el peculiar carácter castellano, no quisieron crear dificultades y tanto Cisneros como el Consejo Real hubieron de resignarse ante la polí
tica carolina de hechos consumados.
El golpe de estado había venido motivado por el interés de don Carlos de convertirse en emperador así como para desbancar cualquier aspiración que su hermano menor Fernando de Habsburgo, educado en España, pudiera tener.
Pocos años después, en 1520 y 1521, la revuelta de los comuneros se alzaría por toda Castilla en contra la ambición y los excesos del monarca y, si bien no consiguió triunfar, si logró al menos castellanizar en lo sucesivo al ya emperador Carlos V.
El enigma de Juana la Loca
Poco nos cuentan los cronistas acerca de la actitud de la reina Juana frente a todos estos acontecimientos: el cautiverio forzado por su padre, el golpe de estado de su propio hijo; el saqueo de sus riquezas (más de una y más de dos veces había sorprendido a su hijo Carlos robando descaradamente de sus arcas (seguramente siguiendo la tradición de su padre Felipe); la revuelta comunera, que trató de convencer infructuosamente a Juana para que liderase su bando…
La introspección, cierta abulia, la tristeza melancólica y el presidio (que al fin y al cabo es el término que mejor se ajusta a la situación que padecía) dejaban penosamente incapacitada a la reina Juana para gobernar o, siquiera, para tomar alguna decisión política.
Por otro lado, el personaje de Juana ha estado siempre rodeado de un atractivo tono romántico, casi novelesco.
No en vano, ha sido objeto de notables pinturas, de poemas, de películas más recientemente e, incluso, de óperas.
Siempre ligada a su larga reclusión y al tumultuoso amor por su marido Felipe, marcado por los celos enfermizos, la pasión desenfrenada, el despecho y, por último, la demencia.
A la que se vio abocada, posiblemente heredada por vía materna ya que su abuela había sufrido de un trastorno muy semejante, y por la que tristemente ha pasado a la historia como Juana ‘la Loca’.
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