El Barroco surge directamente de los conflictos religiosos que asolan Europa en el siglo XVII y de los procesos de asentamiento de las monarquías absolutistas.
La Reforma católica tuvo sus principales teólogos en España y sus postulados rigieron la codificación artística en nuestro país más allá que en cualquier otra nación del ámbito católico europeo.
El absolutismo monárquico se ve atenuado ante el poder eclesiástico. Esta situación influye decisivamente las artes que serán encargadas, casi en su totalidad, por la Iglesia. Esto explica el predominio del tema religioso. El arte será utilizado como argumento convincente del poder católico. También aquí, y con gran éxito, el arte se dirigirá antes a la sensación que a la razón.
El siglo XVII fue para España un período de crisis política, militar, económica y social que terminó por convertir el Imperio Español en una potencia de segundo rango. Sin embargo, recibió el apodo de Siglo de Oro en el terreno religioso, cultural, artístico y literario. España disfruta de un largo y fructífero Barroco plagado de grandes figuras de la pintura y de interesantes Escuelas regionales que prolongan su influencia hasta bien entrado el siglo XVIII.
Nunca un estilo alcanzó tan hondas y prolongadas resonancias en la plástica popular y quizás, desde lo mudéjar no había alcanzado el arte español una definición tan clara de su propio yo.
El barroco español es una poderosa mezcla de ornamentación y sobriedad. En el siglo XVIII la ornamentación es tan abundante y complicada como en el rococó alemán; pero el barroco hispano es siempre emotivo y alucinado.
Otra característica es la pobreza de los materiales. El siglo XVII, con su brillo, oculta en España una economía débil. El oro traído de América es mal empleado, y sólo ha servido para precipitar las cosas. Pero ni el Rey ni la Iglesia querían renunciar al papel de gran potencia que asumió en el siglo XVI. Por eso, se levantan magníficas iglesias y grandes palacios pero el ladrillo es mucho más frecuente que la piedra y el mármol.
En general, se talla en madera, de honda tradición castellana, que después se policroma. La policromía viene a reforzar el profundo sentido realista que no consiste en copiar la realidad, sino en hacer eterno lo efímero.
Aunque en la escultura se dan grandes y muy diferenciadas personalidades debido al carácter artesanal y un tanto gremial que aún sustentan los talleres de escultura en este tiempo, las afinidades entre los diversos artistas son frecuentes, principalmente en Andalucía. Por eso, es fácil hablar de escuelas en la escultura barroca española. Y ciertamente, se puede hablar con propiedad de la existencia de dos grandes escuelas: la castellana y la andaluza.
Ambas escuelas son realistas, pero mientras la castellana es hiriente, con el dolor o la emoción a flor de piel, la andaluza es sosegada, buscando siempre la belleza correcta sin huir del rico contenido espiritual.
Otra característica diferencial lo constituye la policromía. Hasta el siglo XVI se utilizaba el fondo de oro, sobre el que se pintaba y rascaba, este oro matizaba los colores dándoles elegancia y suntuosidad. Con Gregorio Fernández se abandona el oro en Castilla para obtener un mayor realismo. Sin embargo, en Andalucía se continúa durante mucho tiempo.
Sevilla y Granada: el arte andaluz del siglo XVII
Sevilla y Granada serán los polos de atracción del arte andaluz del siglo XVII y acogerán los dos grandes centros creadores de escultura barroca en Andalucía.
Juan Martínez Montañés es el escultor más notorio de Sevilla y una de las cúspides de la estatuaria española. Pocos artistas han logrado gozar de mayor crédito. Ya es revelador que fuera popularmente conocido por “el dios de la madera”. Su seguidor más importante es Juan de Mesa, que se dedicó fundamentalmente a la escultura procesional.
Alonso Cano, de la escuela granadina, es una de las personalidades más fuertes del arte español. Como los maestros renacentistas es pintor, escultor y arquitecto. Es el primer escultor andaluz que no utiliza el oro, lo que le obliga a meditar más y ponderar el valor expresivo del color de la escultura.
Pedro de Mena es la otra gran figura de la escuela granadina. Discípulo y colaborador de Cano, es muy distinto a su maestro. Es más realista y comunica los estados de ánimo de modo muy directo, aunque los rasgos de sus figuras recuerdan a Cano: cabezas ovaladas, ojos rasgados, boca pequeña…
A él le está reservado el cultivo de lo devoto. Sus imágenes buscan el aislamiento. Sus tipos ideales son los que se refieren a estados de evasión y éxtasis. Tiende al formato reducido, usa ojos de cristal y lágrimas postizas. En el ropaje imita delgados tejidos formando pliegues delicados. Concentra la atención en la cabeza y las manos. En los rostros se enciende la visión mística, manteniéndose alejado de la exacerbación del dolor. Sus figuras son lánguidas, contemplativas.
Estableció su taller en Granada donde alcanza gran prestigio. Se le han atribuido varias obras a su primer periodo creativo: “San Juanito” de la iglesia de San Antón, un “San Juan Evangelista” de original composición, un “San Diego de Alcalá” y un “San Pedro de Alcántara”. En este tipo de esculturas plasma tipos con los que logra el objetivo que habitualmente se imponían los artistas, que la figura pareciera viva. Pero Mena consigue algo más, un hálito de espiritualidad de un Santo que se ha evadido de la propia realidad.
En 1658 recibe el encargo de la sillería de coro de la Catedral de la Encarnación de Málaga. En esta sillería demuestra su valía, busca y realiza la variedad para dar la medida de su talla. Nos muestra a un artista de estilo maduro y genial que aún tenía mucho que demostrar.
Su popularidad y el tamaño reducido de sus obras determinaron que éstas no quedasen concentradas entre Granada y Málaga, llegaron a Madrid y puntos dispersos, alcanzando hasta a América. Representa la expansión del centro escultórico de Granada.
La sillería le otorgó fama y esta llegó hasta la Corte a donde llegó en 1662. Se le encargaron dos de sus obras más famosas: el “San Francisco de la Catedral de Toledo” y la “Magdalena de la Casa Profesa de los Jesuitas en Madrid”, imprescindibles en el repertorio de las más importantes esculturas del siglo XVII español.
El conocimiento de las obras y artistas castellanos le llevará a simplificar las formas y volúmenes, sobrecargando en cambio su contenido espiritual. Algunas de sus creaciones de este momento parecen la definición de estados del alma sólo envueltos por la materialidad indispensable para ser captados.
Volvió a Málaga donde realiza por encargo de la Casa Profesa de los Jesuitas de Madrid, la “Magdalena Penitente”. Está fechada y firmada en Málaga en 1664. Probablemente Mena se inspiró en la Magdalena Penitente que se encontraba en las Descalzas Reales de Madrid, atribuida a Gregorio Fernández y que es anterior a la estancia de Mena en la Corte. En todo caso el tema es muy singular y aunque se han conocido en Castilla versiones parecidas, algunas posiblemente posteriores, no tuvo mucho eco en Andalucía, donde no se conocen otras Magdalenas de este tipo.
La influencia castellana de esta escultura es patente, la figura juvenil, de perfiles hebreos, se consume a sí misma, llena de pena y de angustia. La magdalena está de pie y presenta los brazos desnudos. Sujeta con fuerza contenida el crucifijo con la mano izquierda y con la derecha se oprime el corazón como impidiendo que se desborde. El modelado de estas manos es delicado y de una suprema elegancia, los dedos se esparcen, es una mano de entrega. Los mechones del cabello, largos y húmedos parecen conducir hacia el suelo el llanto de la mujer y ocultan el cuerpo casi tan tosco como el sayal de hoja de palma entrecruzada que anula cualquier tentación de anatomía o de sensualidad.
La obra, resuelta con maestría genial, es escueta y su tremenda sencillez obliga a centrar nuestra atención en el punto de mayor expresividad: el rostro. El bellísimo óvalo de facciones grandes, acentuadas por el gesto abrumado y dolido, proclama toda la contenida emoción de un infinito arrepentimiento. Los labios resecos, los ojos enrojecidos y vacíos de lágrimas, el cuello tenso y sobrecogido, anudan el corazón del espectador tanto más cuanto que la juventud de la figura hace insoportable la idea de tanto sufrimiento.
Finalmente la policromía suave subraya con el color sólo lo necesario para que la expresión de las formas tenga validez por sí mismas. El mismo carácter doliente de la figura queda magnificado con la sobriedad de la paleta que impide altos contrastes que arruinarían el contenido dramatismo que emana la obra.
Aunque es normal que en la obra de los grandes maestros haya obras que se repiten, una peculiaridad de la obra de Mena es una especial tendencia a la repetición. Su gran calidad técnica y su sentido realista nos ha dejado una extensa colección de retratos, estatuas de penitentes, Dolorosas, Ecce homos…
Ambas escuelas son realistas, pero mientras la castellana es hiriente, con el dolor o la emoción a flor de piel, la andaluza es sosegada, buscando siempre la belleza correcta sin huir del rico contenido espiritual.
Otra característica diferencial lo constituye la policromía. Hasta el siglo XVI se utilizaba el fondo de oro, sobre el que se pintaba y rascaba, este oro matizaba los colores dándoles elegancia y suntuosidad. Con Gregorio Fernández se abandona el oro en Castilla para obtener un mayor realismo. Sin embargo, en Andalucía se continúa durante mucho tiempo.
Sevilla y Granada serán los polos de atracción del arte andaluz del siglo XVII y acogerán los dos grandes centros creadores de escultura barroca en Andalucía.
Su obra está llena de sensibilidad y, a veces, de tremenda emoción contenida. Ahí está la clave de su éxito, conectó plenamente con la sensibilidad de su tiempo y aunque Pedro de Mena torna al patetismo en obras tan famosas como los Ecce Homo y las Dolorosas, en los que llega a crear prototipos inéditos en la Historia, pocas de sus grandes obras alcanzaron la trascendencia para la Historia de la Escultura como su “Magdalena Penitente”.
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