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LA VERDADERA HISTORIA DE LAS BRUJAS DE ZUGARRAMURDI



Hechicería, Misterio Y Violencia En La España Del Siglo XVII

Aunque la película “Las brujas de Zugarramurdi”, se ambienta en la actualidad y tiene muy poco que ver con la historia real que le da nombre, la mera mención a las supuestas hechiceras del pueblo navarro de Zugarramurdi todavía despierta entre nosotros una cierta inquietud que nos traslada a un mundo de leyenda, en el que todavía se creía que el diablo andaba entre nosotros, en el que la superstición era parte de la vida cotidiana y en el que la omnipresente sombra de la Inquisición llenaba de temor a todos aquellos que simplemente oían pronunciar su nombre.

El pequeño pueblo navarro de Zugarramurdi, donde se desarrolló esta historia, está ubicado a pocos kilómetros de la frontera con Francia, en una zona que todavía hoy es bastante boscosa.


Puedes ver la película completa en el canal de TVE. Somos Cine, siguiendo este enlace >>: 



 

Las Brujas de Zugarramurdi, una historia real del siglo XVII

En el siglo XVII, las zonas rurales, sobre todo aquellas muy alejadas delos núcleos urbanos más importantes, se encontraban prácticamente aisladas y culturalmente enormemente retrasadas.

Mientras que en las grandes urbes de Europa se ponderaban los avances científicos, artísticos y literarios vinculados a las épocas del Renacimiento y los primeros años del Barroco, las personas que habitaban los pueblos más alejados seguían viviendo como hacía quinientos años antes, más del 95% de la población era analfabeta y las creencias tradicionales relacionadas con las supersticiones, la mitología y la magia seguían estando enormemente presentes, pese a los intentos que había hecho la iglesia y sus representantes para erradicar esas creencias, consideradas heréticas y anticatólicas.

En este pequeño microcosmos herméticamente cerrado, profundamente medieval y en el que las creencias ancestrales tenían todavía aún más peso que el culto a los santos y a la Iglesia, se desata un proceso inquisitorial que dejará una huella que aún se recuerda.

A principios del siglo XVII una mujer, llamada María de Ximilguen, vuelve a Zugarramurdi después de haber pasado un tiempo trabajando como sirvienta en Francia, concretamente en la ciudad de Ciboure, donde se había llevado a cabo un famoso caso de brujería poco tiempo antes.

 María de Ximilguen, testigo de sucesos extraños

María empezó a contar por el pueblo que ella había sido testigo de aquellos episodios de brujería y, a medida que las habladurías se extendían, varios testigos acudieron a la iglesia para denunciar el caso.

Finalmente, en 1608, María fue llamada por las autoridades eclesiásticas para que les contase todo lo que tuviese relación con lo ocurrido en tierras francesas y su importante confesión fue la desencadenante de los hechos posteriores.

María contó que se había ido a Francia a ejercer como sirvienta, para intentar ganarse mejor la vida y que, mientras estaba allí, una conocida suya le llevó a una reunión de mujeres que se celebraba en la playa, donde supuestamente solo bailaban y pasaban un rato divertido.

Aquelarres

Pero cuando llegó María se dio cuenta de que la realidad era muy distinta: no se trataba de una reunión inocente, sino de un aquelarre, una asamblea de brujas donde, según su declaración, le obligaron a abjurar del cristianismo y a invocar al demonio con ellas.

Durante el siguiente año y medio después de esa primera reunión, María declaró haber empezado a aprender las artes de la brujería pero que después, torturada por los remordimientos, decidió volver a la fe de sus mayores con la ayuda de un cura y alejarse de la brujería para siempre, volviendo de nuevo a vivir a Zugarramurdi.

Pero su declaración no terminó ahí, sino que declaró que en Zugarramurdi también había participado en aquelarres donde habían intervenido mujeres del pueblo, citándolas María por sus nombres y sus apellidos ante los comisarios de la Inquisición.

El reconocimiento de la brujería

Las imputadas reconocieron su participación y, en un primer momento, simplemente se les obligó a arrepentirse públicamente y a volver a la iglesia, pero el daño ya estaba hecho: ante esta primera declaración, se desató una verdadera psicosis colectiva en la que la población, tanto del pueblo como de sus alrededores, empezó a ver actos de brujería por todas partes, a acusar sin pruebas a mujeres de actos maléficos y a atacarlas por ello.

Forzadas muchas veces por la violencia demostrada por sus vecinos de toda la vida, muchas mujeres confesaron que ellas también habían practicado la brujería.

Se obligó a todas las implicadas a pedir perdón también en la iglesia y se intentó restaurar la calma.

En 1609 parecía que todo había vuelto a la normalidad, pero, entretanto, alguien había puesto sobre aviso a la Santa Inquisición.

Y el Santo Tribunal no iba a hacer oídos sordos ante la posibilidad de que hubiera una comunidad de brujas invocando al demonio en el territorio del monarca católico.

Dos enviados llegaron a la región y empezaron a recoger testimonios sobre los casos de brujería, tanto los que habían sido confesados con anterioridad como los que habían surgido a consecuencia del clima de violencia y coerción que surgió después de las primeras confesiones.

Se animó a los vecinos de todo el lugar a denunciar los posibles actos de herejía o “poco cristianos” que hubieran podido cometer sus vecinos y, amparados por la posibilidad de hacer acusaciones secretas, las denuncias por brujería se multiplicaron.

Los motivos de las denuncias

Se sabe ahora que las motivaciones de esas denuncias eran muy variadas; más que la creencia de que una vecina en particular fuera una bruja, las envidias, los problemas de la convivencia y las enemistades jugaban un papel muy importante a la hora de que una persona, amparándose en la posibilidad de denunciar secretamente a un vecino determinado, buscaran su perdición por esta vía para su propio beneficio.

Así, tanto por creencia sincera en la existencia y práctica de la brujería, como por ambiciones vinculadas firmemente con el mundo terrenal, las acusaciones se multiplicaron y llegaron a alcanzar la cifra de 280 personas acusadas en una zona relativamente poco poblada, lo que le convertía en uno de los casos de brujería más importantes que se había dado en la Península hasta aquel momento.

Finalmente se instauró un tribunal, que llevó a juicio a 31 personas de las 280 acusadas por distintos testigos, que se enfrentaban a cargos que bien podrían poblar cualquier novela de fantasía actual: se les acusaba de volar, tomar la forma de cualquier animal, invocar al demonio, fornicar con Lucifer para expandir su semilla por el mundo de los vivos, matar al ganado, contaminar las cosechas, provocar la muerte de niños recién nacidos e insuflar enfermedades a las personas que vivían en los distintos pueblos.

Estas acusaciones, difíciles de demostrar tanto a favor como en contra de los acusados, podían haberse resuelto con una pena más o menos ligera para las condenadas, como había ocurrido en otras situaciones.

El juicio de Zugarramurdi

Sin embargo, mientras se producía el juicio, surgió un devastador brote de peste en la región que acabó con más de la mitad de la población.

Los supervivientes, cegados por la pena y sin saber las razones por las que se propagaba esa mortal enfermedad, culparon a las “brujas” que estaban siendo juzgadas de haber desatado esa peste y reclamaban sangre.

Los médicos, llamados a declarar también por la Inquisición, confesaron no saber las causas de ese súbito mal y ni por qué actuaba de forma tan devastadora, por lo que los inquisidores, igual que la población, tenían ya a su culpable: de un modo u otro, estaban seguros de que las brujas acusadas eran las responsables de lo ocurrido.

Once sentenciados

11 personas fueron sentenciadas a muerte por brujería, aunque cinco de ellas tuvieron que cumplir la pena “en efigie” porque habían fallecido a causa de la peste, mientras que otras 19 fueron condenadas a penas de cárcel y sus bienes fueron confiscados.

El escenario donde se hicieron públicas y efectivas las condenas fueron el llamado auto de Fe de Logroño, donde el 6 de noviembre de 1610 desfilaron 53 personas, las 31 acusadas de brujería y el resto de diversos delitos relacionados con su supuesta condición de herejes y judaizantes.

Las 6 personas condenadas a muerte que todavía vivían, un hombre y cinco mujeres, fueron quemadas en la hoguera aquel mismo día.

Nunca sabremos si las personas condenadas a las distintas penas en ese proceso habían intentado realmente comunicarse con el demonio o hacer actos de brujería o simplemente habían sido víctimas de la incomprensión, el desprecio y el odio de sus vecinos. En una época en la que cualquiera que tuviera un estilo de vida distinto o una mentalidad diferente era juzgado negativamente, rechazado e incluso blanco de acusaciones de todo tipo, las personas y especialmente las mujeres que llevaban un modo de vida apartado y relacionado con la naturaleza eran objetivos especialmente vulnerables del odio popular.

Zugarramurdi en la actualidad

Hoy en día el pueblo de Zugarramurdi, todavía muy parecido a aquel donde se vivieron todos estos episodios, rinde homenaje a lo ocurrido en sus calles con un importante programa turístico donde se han abierto al público las cuevas donde supuestamente tuvieron lugar los famosos aquelarres y un museo de la Brujas donde se cuenta la historia de los procesos y se explica cómo era la vida cotidiana de aquellas personas que vivieron y murieron en esa zona de la Península durante la edad Moderna.

Pero lejos del ruido de la modernidad quedan los ecos de los hechos que ocurrieron más de cuatrocientos años atrás, cuando se creía que el demonio era tan real como respirar, las brujas supuestamente existían… y gente a priori inocente pagaba por ello.

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