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Las hijas de Pedro I y María de Padilla, pretendientes al trono de Castilla

En 1369, Pedro I fue asesinado por su medio hermano y rival, Enrique II de Trastámara, que se coronó rey tras años de rebeliones, conspiraciones y luchas contra el que se convirtió en su antecesor.

Sin embargo, su ascenso al trono se vio marcado no solo por el magnicidio cometido sino también por la sombra de la ilegitimidad que procedía del hecho de que el nuevo rey procedía de una rama bastarda, como hijo de Alfonso XI y de su amante Leonor de Guzmán.

Varios pretendientes salieron a la palestra para enfrentarse al nuevo monarca, indicando que un bastardo no debería estar enarbolando el poder real y que ellos, como descendientes legítimos de anteriores reyes castellanos, tenían un mejor derecho al trono que Pedro I había dejado vacante, como lo hicieron los reyes de Portugal y Aragón, por ejemplo.

Sin embargo, cuando fallece asesinado Pedro I, existían varias princesas que podían considerarse como depositarias de la legitimidad real: las hijas que Pedro I tuvo con la noble castellana María de Padilla.


La historia de los amores de Pedro I y María de Padilla conforma uno de esos relatos que alimentan las leyendas. El historial matrimonial del monarca, ciertamente, alimenta este componente legendario. Su primera esposa fue Blanca de Borbón, con la que se casó en 1353.

Sin embargo, apenas un par de días después de la boda, Pedro la abandonó declarando que no deseaba volver a verla nunca más y, en el  contexto de graves luchas por el poder en Castilla, la abandonada  reina sería encerrada sucesivamente en varios castillos y tenida bajo  custodia, hasta que fue asesinada poco tiempo después, supuestamente por orden del propio Pedro.

En 1354, viva todavía doña Blanca, Pedro I contrajo matrimonio con la noble castellana Juana de Castro, habiendo contado para ello con la colaboración de los obispos de Ávila y Salamanca, que habían declarado nulo su anterior enlace con la princesa francesa, pese a  que, sin la ratificación papal, la intervención de estos prelados solo servía para guardar las apariencias.

Sin embargo, poco duró también este matrimonio, pues apenas unos días después del enlace también la abandonó, tras haber pasado, según dice la leyenda, una única noche con ella.

Noche que fue suficiente para dejarla encinta de su único  hijo varón, Juan de Castilla, que pasó la mayor parte de su vida encarcelado después de que su tío Enrique alcanzara el trono, temeroso de que este hijo del fallecido monarca pudiera reclamar la corona que ostentaba.

Juana, en cambio, tuvo más suerte que Blanca, pues se le fue concedido el señorío de Dueñas y vivió allí como señora hasta que se retiró a Galicia tras el asesinato del que fue  su esposo en 1369.

María Padilla, el gran amor de Pedro I

Fue María de Padilla el gran amor de Pedro I, a la que siempre volvió pese a sus periodos de separación. Pedro conoció a María el año antes de su matrimonio con Blanca de Borbón, siendo esta sobrina de uno de los consejeros más cercanos del entones joven monarca, Juan Fernández de Hinestrosa.

Se conocen con seguridad pocos datos de su biografía, pese a la devoción que el rey sentía por ella.

Durante sus casi diez  años de relación, tuvieron tres hijas y un hijo, que llegó a ser nombrado heredero del trono castellano, pero que murió antes que su padre.

María falleció en 1361 y un año después, delante de las cortes de Sevilla, el rey declaró que María había sido su única esposa legítima, pues indicó que había contraído matrimonio con ella antes que con Blanca de Borbón, por lo que su unión había sido legítima y los hijos habidos de su unión eran los legítimos herederos de su corona.

Este supuesto matrimonio, ratificado por fieles partidarios del monarca, siempre ha sido puesto en duda, al no haber sido hecho público en ningún momento durante la vida de María y la mayoría de los historiadores han declarado que fue una maniobra política que tuvo como objetivo garantizar su sucesión de forma legítima en los hijos que había tenido con ella.

En cualquier caso, Pedro I le rindió honores de reina de forma póstuma y mandó trasladar su cuerpo al  panteón real de Sevilla, con todo el ceremonial dedicado a  una verdadera reina.

Leonor, Constanza e Isabel, herederas legítimas del trono de Castilla

Esta declaración hizo de las tres hijas supervivientes de la pareja, Leonor, Constanza e Isabel, las herederas legítimas del trono de Castilla a la muerte de su padre, por encima del hijo que tuvo con Juana de Castro, declarado ilegítimo cuando el matrimonio de sus padres fue declarado inválido. Sin embargo, con el acceso al poder de su tío Enrique de Trastámara, el futuro  de las niñas se mostraba incierto.

Protegidas por la familia de su madre y por partidarios de su padre, el destino de las niñas se encontraba fuera de las fronteras de Castilla. La mayor, Leonor, optó por hacerse religiosa y falleció pronto, dejando a Constanza como la descendiente primogénita de Pedro I.

Tanto ella como su hermana menor Isabel llegaron a Francia, donde contrajeron matrimonio con el tercer y el cuarto hijo del rey inglés Eduardo III, Juan de Gante y Edmund of Langley respectivamente. La familia real inglesa había identificado rápidamente la oportunidad que representaban estas princesas a la hora de poder optar al reino castellano y, con estos matrimonios, vincularon estrechamente sus derechos dinásticos a su familia.

De hecho, poco después de estos matrimonios, Constanza reclama públicamente el trono de su padre como legítima heredera, apoyada por la familia de su esposo y es tratada por el gobierno inglés como una verdadera reina, llegando a hacer en  1372 su entrada en Londres como una verdadera monarca.

Pero sus reclamaciones no se quedarían en el ámbito simbólico o protocolario, pues su marido Juan de Gante estaba dispuesto a tomar el reino que consideraba que le correspondía por la fuerza. Con el apoyo de diversos nobles castellanos opuestos a los Trastámara y con la ayuda militar de Inglaterra y Portugal,  declaró la guerra a Juan I de Trastámara y se dirigió hacia la Península.

Desembarcó en Galicia y estableció una corte provisional en Ourense, mientras preparaban su asalto al centro de Castilla, pero la campaña que inició al año siguiente fue un absoluto fracaso. Tras su infructuoso intento de invasión, Juan de Gante se vio obligado a pactar con Juan de Trastámara: su esposa renunciaría a todos sus derechos al  trono de Castilla en  su única hija, Catalina, que se casaría con el heredero  de Juan de Trastámara,  el futuro Enrique III.

Así se unirían ambas líneas, dando a los Trastámara  una pátina de legitimidad y acabando con una problemática que había desembocado en una invasión peninsular con el siempre peligroso apoyo de los reyes de Portugal e Inglaterra.

Fue precisamente con ocasión de este matrimonio que fue creado el título de príncipe de Asturias, que desde entonces se utilizó para designar oficialmente al heredero de la Corona de Castilla, que se  sigue utilizando  en la actualidad, como un recuerdo aún vivo del  cruento enfrentamiento entre Pedro I y Enrique de Trastámara.

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