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Es un pensamiento común, que se extiende en conversaciones de barra de bar, en foros públicos de Internet y en la medición que el CIS realiza sobre el asunto de forma regular en el tiempo.
El buen observador, pensante, estará de acuerdo en que la clase política española es deficiente, no cumple las mínimas expectativas y crea más confusión que el objeto que debe marcar su agenda de trabajo: la resolución de problemas. Más al contrario, suelen generar nuevas disputas, reverdecen historias del pasado o se hacen los ‘suecos’ esperando que el castizo ‘vuelva usted mañana de Larra’, les sirva de coartada.
La pregunta número 4 del Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas de febrero de 2017 lo expresaba con claridad.
Este era su enunciado: Y refiriéndonos ahora a la situación política general de España, ¿Cómo la calificaría Ud.: muy buena, buena, regular, mala o muy mala?
– Muy buena 0,2%
– Buena 2,7%
– Regular 23,6%
– Mala 37,2%
– Muy mala 32,9%
– N.S. 2,9%
– N.C. 0,6%
Las malas calificaciones de nuestros políticos
Esta opinión se hace extensiva a la personalización en la valoración de los políticos que gobiernan los partidos. Ni uno solo de los líderes aprobaba.
El mejor parado en las votaciones de enero de este año era Javier Fernández, el convidado de piedra que el PSOE puso al mando de su gestora, en pleno vuelo descendente hacia dios sabe dónde. Pero Fernández ni siquiera aprobaba, obtenía un 4,12 sobre 10. El resto… Alberto Garzón, 4,02; Albert Rivera, 3,56; Mariano Rajoy, 3,10 y Pablo Iglesias, 2,87. Y, de entre los ministros, Soraya Sáenz de Santamaría ‘destacaba’ con un 3,71; el resto se debatía entre el 2,32 y el 3,30.
Así con todo, los políticos de este país al que a muchos les cuesta llamar España, no toman nota de sus notas, permítaseme la redundancia, y el mundo continúa girando como si esta normalidad fuese algo correcto; una situación normalizada y que no debe tomarse en cuenta.
¿El reflejo de la sociedad o la sociedad retratada?
Desde un punto de vista sociológico, uno se pregunta si esta situación en la que los debates son más enfrentamiento en la discusión que en enriquecimiento de la controversia inteligente, es reflejo de que la sociedad está marchita, ensuciada y cansada o, al punto, cadavérica con olor fétido, y sus políticos representan ese estado de ánimo. O la sociedad asiste a la ‘merienda’ que se traen unos pazguatos demasiado bien tratados en sus sueldos y en sus beneficios ad eternum por el simple hecho de ocupar un escaño en la multitud de sillones que, burocráticamente, ellos mismos van creando. Ya no hablemos de las famosas ‘puertas giratorias‘.
Esta teoría, la de que los políticos reflejan en su forma de hacer lo que la sociedad espera de ellos, es la más peligrosa. A la postre, lo que se da a entender es que es imposible que nadie se ponga de acuerdo y se viva en un mundo en el que sea imposible explorar más acertados rumbos sobre los que construir el futuro. Una sociedad que mira con los mismos ojos que un pescado sobre el hielo del mostrador. Yertos.
Personalmente, creo que la mayor parte de la sociedad no se ve reflejada en lo que los políticos, que son sus representantes en las Instituciones, llevan a cabo. Unos por corruptos, o por la corrupción que cargan en sus pesadas mochilas; otros por su revanchismo agresivo; todos, por sus malos modos, por acción y omisión; y su escasa capacidad para vertebrar un discurso coherente con las necesidades del pueblo que les califica como muy deficientes.
¿Hay solución?
Falta política, nos sobran los políticos. Creo que en esa frase es donde se encuentra la solución. Pero, nada se arreglaría ni con una dimisión en bloque, de todos aquellos políticos que no cumplan un mínimo exigible. Si no llegan a alcanzar un 5 sobre 10, es una cuestión que habría que revisar con la urgencia de la necesidad.
Pero las elecciones, generales, autonómicas o municipales, no sirven para eso. Y no porque no haya listas abiertas, que también. Los partidos políticos, -¿ese mal necesario?-, nos imponen sus representantes. Y todos sabemos que los partidos se han convertido en la representación exacta de lo que significa la oligarquía, donde medran los que responden a las directrices del aparato y dicen ‘yes’ aunque piensen ‘no’, o aunque no sean capaces ni de pensar por sí mismos.
Así, te encuentras con alcaldes que no llegaron a concluir el bachillerato o a ministros a los que les dan una cartera en materias que son para ellos todo un nuevo mundo por explorar.
La solución pasa por cambiar la estructura, desde la cultura política, hasta llegar a la forma en la que el pueblo, esos ciudadanos que pagan impuestos, es consultado. Falta cultura, sí, en las escuelas, donde solo se fabrican máquinas de memorizar; donde no se enseña a pensar, a percibir los semblantes críticos y discutibles de cada asunto, que siempre presenta distintos enfoques. Pero esto, se antoja como una Utopía, esa Isla libertaria que Tomás Moro imaginó y que jamás se pudo hacer real.
A la postre, unos serán de derechas y otros de izquierdas, aunque no sepan muy bien qué significa; unos serán taurinos y otros lo contrario; otros serán pro y otros contra, y así con todo; pero ninguno pensará cómo alcanzar el punto de equilibrio dentro de la diferencia. Ninguno sabrá apreciar que no se puede tener razón en todo, ni lo contrario. Eso sí, todos defenderán su causa sin importarle el otro.