ENTRE EL E-BOOK Y MI PADRE

Mi padre tenía una buena biblioteca. En esa época había un club del libro. Cada tanto venía un vendedor y te dejaba el catálogo: una revista a color en la que aparecían los libros distribuidos en categorías, su precio, la forma de pago, la foto de tapa. Era un tiempo muy distinto al actual, donde la lectura digital, la forma en la que se lee en la Web es tan diferente.

Mi padre se entusiasmaba con los títulos, compraba los libros, los pagaba en cuotas y la biblioteca aumentaba de tamaño. 

Cada tanto venían los amigos y los parientes, veían los libros, pedían y mi padre los daba como se les da el pan a aquellos que lo necesitan.


Nunca le oí decir que no, porque esos libros estaban allí para ser leídos, para saciar la curiosidad de los hombres y mujeres necesitados de palabras.

Los que aceptaban el préstamo se olvidaban de devolverlos, mi padre no se enojaba por ello, pero llegó un momento en que la mayoría de los libros estaban fuera de la casa, por lo tanto comenzó a anotar en un papel cuándo prestaba un libro y a quién

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Pero la fórmula no tenía sentido, no funcionaba porque él no se ocupaba de reclamarlos, así que la biblioteca se fue un poco desgranando al ritmo de los préstamos pero creciendo al ritmo de las compras, como si fuera un símbolo de la economía de supervivencia de esa clase media no acomodada a la que pertenecíamos, en que la entrada de dinero estaba igualada con la salida. Lo curioso pero lógico del asunto es que los libros siempre ocupaban el mismo lugar en la biblioteca. 

Fue por eso que ella dejó de crecer. Al tiempo los libros dejaron de comprarse y de prestarse, y ella quedo allí casi herrumbrada hasta que los hijos quedamos solos y nos hicimos cargo de ella.

El libro como regalo

En aquella lejana época de hace treinta o cuarenta años nadie podía imaginar que los libros estarían a disposición de cualquiera en cualquier lado y en cualquier momento.
Hace cuarenta años, ni los libros ni la música estaban en todos lados, había que buscarlos y encontrarlos para luego poder compartirlos.

Así como Ernesto Sábato añora en alguno de sus escritos a los bancos de madera y se queja por los fríos bancos de cemento que pone la modernidad en las plazas, yo me quejo un poco por esta circunstancia de haber perdido el sentido de dar y recibir libros de la mano de alguien que sentía cierto orgullo al ofrecer un escrito como se brinda un consejo.

Que alguien te de un libro porque siente que deberías leerlo es algo muy distinto a comprarse un libro o a adquirirlo en la biblioteca: ese préstamo adquiere un compromiso de otra índole, un poco afectivo e intelectual, afectivamente intelectual o intelectualmente afectivo.

Hasta hace unos años, maravillado por la circunstancia de poder leer un libro en forma digital a través de internet, alegre y feliz de poder “bajarlos”, comprarlos y hasta imprimirlos si me placía, creía sin embargo que el libro digital nunca podría reemplazar al libro de papel. No obstante, debo admitir que los nuevos lectores de libros digitales (los dispositivos diseñados especialmente para su lectura) están muy bien. 

Se puede leer en ellos casi como si fuera un libro de papel, y auguro un futuro promisorio para esa tecnología. Su desarrollo será importante, vertiginoso, en poco tiempo tendremos libros para leer bajo el agua, en al avión, en el baño y en la azotea, a la luz del sol y de la luna. Máquinas que no parecerán tales, suaves al tacto y amables con los ojos.

Y lo que es aún más impresionante: a la vuelta de un clic estará como casi lo está ahora, la extensa biblioteca de todos los libros escritos en todas las épocas.

Es apasionante darse cuenta del tipo de apertura que significa esto para el futuro de la cultura. Esta transformación que ha comenzado no parece que fuera a detenerse. 

Hace poco un pariente dedicado a la historia me mostró las obras completas de Herodoto (los nueve tomos completos) en un lector de libros digitales que se dejaba tocar sin estridencias, casi como un libro de papel. Me pareció la derrota definitiva del libro impreso.

La mano que no está

Pero… pensando en mi padre, intuyo que el valor del libro está en esas historias verídicas o inventadas por los hombres, pero también en la mano que las regala. Desaparecido el objeto libro, desaparecida la hoja de papel, podemos regalar un archivo, enviarlo en un segundo a miles de kilómetros de distancia… Pero la mano no está ahí, tampoco está el ojo avizor que ve la necesidad en el ojo del otro. No hay ese cruce de miradas ni el gesto de dar, ese toque en la espalda, ese contacto.

Seguramente con el paso del tiempo habremos ganado en conocimiento pero habremos perdido en humanidad. Sin duda los libros también habrán dado una vuelta de hoja para desaparecer del papel y entrar en otra etapa.

Mi padre hubiera estado contento de ese camino insospechado que tomaron los libros porque hubiera visto positivamente la democratización de la lectura.

Yo, menos sabio, no lo estoy. En este futuro de signos encriptados y de objetos luminosos seguiré extrañando la mano de mi padre y esa generosidad tan personal que no se encuentra en ninguna pantalla.

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